«…Encontraron refugio sus lenguas perversas como cabello de Medusa…»
por TEODORO NDOMO
El reflejo del fondo marino en aquel muelle le había hecho temblar de indecisión. La ternura e inocente valentía con la que vio saltar a un pequeño a su lado, espoleó y empujó sus ganas de ofrecer la luna a aquella leona que había conocido.
Y saltó como nunca lo había hecho. Con decisión clara y meridiana. Sin pensar en la roca que pudiera haber. De cabeza en busca de Lucía. Aunque en verdad, de cabeza al encuentro de sí mismo.
Albert ascendió patoso, pero con determinación, hasta que se ancló a la cintura recorrida por un tatuaje que reivindicaba una toma de decisión: “Soy Mía”. Una amenaza para algunos. Un mantra aderezado con miles de mariposas que volaban por su cintura saliendo desde su ombligo oferente.
Consiguió atraparla por la espalda con una mano, mientras la otra pretendía encontrar equilibrio. Lucía se dejó querer y dejó que la mano recorriera su estómago en dirección a su entrepierna dispuesta.
Permitió que presionara con firmeza y ese fue el termómetro que calibró, sin ambages, que el verano había llegado. Ese verano que no sabe de otoños ni despedidas. Ese verano que quiere grabarse a fuego en la nostalgia, pero alejado de mariposas y corazoncitos.
– ¿Ya empezamos?, -susurró de espaldas Lucía.
– Bueno, quería sintonizar bien la frecuencia en la que estás, -respondió Albert.
Y se dieron la vuelta. No para encontrar el famoso y mentiroso beso romántico vainilla de verano. Encontraron refugio sus lenguas perversas como cabello de Medusa, queriendo petrificar sus gastados corazones.
Y se miraron recorriendo el mapa que buscaban transitar.
Lucía coqueteó con el nardo de Albert con travesura.
– A ver cómo salgo de aquí ahora que hay niños delante.
– Podría hacer que arriara esa bandera si me dejas, -contestó golosa Lucía.
La cara de Albert era la de una liebre deslumbrada por las luces largas de un imponente Ford Thunderbird. Lucía sabía conducir y agarró el volante con la pervertida intención de ablandar a su víctima.
– Frena Lucía. Como preliminar es formidable, pero no me dejes seco tan pronto.
– ¡Aguafiestas!, -y salpicó su rostro después de propinarle un beso mordido.
Y sirvió. Esa mordedura, repercutió en la bajada de bandera.
Albert agradeció ese fogonazo de dentellada de cobra y acompañó a Lucía hacia la escalerilla al muelle.
En las toallas, con los cuerpos mojados aún, recorrieron cada uno el cuerpo del otro. Lucía no pudo reprimir acercarse al oído.
– Deberíamos comer rápido y tener una siesta. Estoy demasiado cachonda.
Por respuesta de Albert, un buen apretón de nalga.
– Comamos pues, pero ligero, no quiero que duermas.
– Querido, te haré dormir. No te preocupes que te sacaré todo el jugo como para que despertemos a la cena. Te quiero descansado después.
Sentados a la mesa, no hubo conversaciones del pasado. No hubo charla profunda. Solo miradas. Solo un pensamiento flotaba entre sus mentes. Quién iba a hacer disfrutar mejor al otro. Quién iba a claudicar primero. Quién iba a hacer que el otro lanzara el primer grito sordo.
La ensalada llegó y los ojos de Lucía ardieron. Se lanzó a por un espárrago con las manos y lo mordió sin delicadeza previo lametón groseramente perverso como declaración de intenciones para la siesta.
Albert quiso emular la escena al comer una negra aceituna. Realmente sacó una sonrisa burlona de Lucía y con la mano le reprobó ese intento de ponerla a tono. Como reprimenda, arañó su antebrazo provocando dejar ojiplático a su presa.
Se levantó, se acercó a Albert, le tomó el brazo y lo lamió, como cura provisional, para luego tomar rumbo al aseo del restaurante.
Un comensal frente a ellos miró al herido y le dedicó una sonrisa de aprobación y enhorabuena.
Una copa de limoncello fue el colofón al almuerzo. Una inclinación de la cabeza de Lucía mostrando la dirección de salida fue el prólogo a la siesta.
No hubo paseo de manos antes de llegar al apartamento a una manzana del restaurante. Lucía iba delante y sostenía el grueso llavero de la habitación. Albert se dio cuenta que masajeaba ese manubrio como si tuviera una pelota antiestrés. Caminaba sin contorneo, firme y a sabiendas que sus caderas eran objetivo de su presa. Porque Albert se había convertido en su presa.
Ya en la habitación, sonó en sus cabezas la sintonía de El Hombre y la Tierra. Él embistió como carnero desbocado. Ella se resistió y lo envolvió para contener ese primer impulso que pudiera hacer aparecer el descorche de un cava a destiempo.
Lucía hizo valer sus años de CrossFit para manipular el ímpetu inicial de la bestia que pretendía someterla.
Sobre la cama mullida tumbó el verano que quería disfrutar. Clavó la mirada en su reo y se abalanzó sobre sus muslos para lamer su morena piel salada. Fue mordiendo sus rodillas con hambre de un postre que ya estaba erguido, dispuesto y preparado. Más al norte, ojos entrecerrados y confiados.
Lamió despacio el mástil henchido y orgulloso, sin apenas recrearse, para avanzar hasta recorrer el torso resignado a perderse, a dejarse llevar.
Un baile calmado sobre yesca ardiente, sin temor a quemarse.
Y comenzó un duelo de mordiscos. Un baile con ansia a devorar cada cual su parcela de Edén y hacer desaparecer la manzana del conocimiento para abrirse al Averno pervertido y prohibido.
Vidas rotas en busca de un merecido descanso de lo mundano y prosaico.
Lucía ofreció su espalda y Albert se lanzó a morder sus nalgas. Navegó el cauce que las separa y recorrió el sendero con lengua curiosa y exploradora. Un ligero gemido dio luz verde a someter el perímetro rugoso, mientras una falange aparecía preparando la puerta al desahogo, al desfogue, a una derrota dulcemente pervertida.
Incorporada, mirando desafiante hacia fuera de la habitación, permitió que comenzara la exploración de su fosa mariana. Ancló sus palmas Albert en las mariposas agradecidas y poco a poco bombeó oxígeno al interior de Lucía. Un oxígeno vital. Un oxígeno vicioso pero buscado, necesitado.
La saturación alta, el sudor resultante al esfuerzo por contaminarse ambos de placer, reclamó un momento de sosiego.
Lucía tomó las riendas y se dio la vuelta a cabalgar sobre su potro. Quiso aumentar el ritmo sin miedo al mareo. Quiso dejarse llevar por el río bravo divisando las primeras piedras en las que quería chocar sin miedo, a sabiendas que pronto llegaría la caída libre a una catarata de luz cegadora.
Y apareció esa descarga maravillosa. Ese arqueo voltaico que transfigura la boca y elimina caretas.
Albert avistó el momento y no guardó esfuerzo. Al contrario. Derrochó sin mesura hasta alojar todo un manantial de lava recibida con delirio por Lucía.
No hubo ducha.
Hubo siesta.
Hubo descanso.
Hubo calma.
Quedó paz entre animales que quisieron aparcar, por un verano efímero pero tatuado ya para siempre, el hastío en el que se habían dejado envolver.
Guardaron ese verano sin mayor pretensión que disfrutar.
Darle una patada al implacable Cronos que todo lo devora.