SOBRE TU TUMBA

«…– ¡Jódete querido!¡Jódete y vuelve a arder en tu infierno!…»

por Halloween, por TEODORO NDOMO

Y me senté a recibir tu peor pesadilla.

Aquel taxista que cada mañana me piropeaba. Aquel compañero de trabajo, al que apreciaba como un hermano y que tanta gracia me hacía que tuvieras celos de él porque me contaba sus intimidades con la mujer que ya no quería. Aquella amiga a la que le contaba mis inseguridades, ahora certezas, contigo. Aquel hombretón que sabía bailar y me hacía sentir mujer.

Primero este último, ese que su rabo notaba alegre al saludarme en cada baile. Ese que me dijo «te espero cuando te libres de él». 

Le retiré los vaqueros para confirmar el tamaño de esos saludos erguidos ante mis perreos de cena más copas de trabajo. Esas que tanto te molestaban y a las que decidí que no fueras más.

Y por supuesto que no me equivocaba. Allí estaba ese falo potente y paciente. Me atraganté hasta casi darme arcada. Lo lubriqué lo suficiente como para que te llegara su humedad allí donde te tenía encerrado. 

Mientras, ella se dejó sobar impúdica por el taxista y mi compañero del despacho de enfrente. Ese que me contaba que ya no sentía nada por su mujer y que también me abrió los ojos y mostró el camino a seguir. Ese camino que ahora doy con paso firme por una vez en mi vida.

A cuatro patas me puse para recibir el miembro duro y ancho. Ese que recorrió cada entraña de mi cueva a la que nunca supiste agradecer que te dejara entrar.

Recordé cada inicio nuestro para corroborar lo que me había perdido por tus promesas infantiles. Esas que solo sirvieron para hacérmelas creer. Esas que solo me pusieron orejeras y velo para que entendiera solo tu punto de vista sobre lo que debía ser una pareja.

Y grité para que me oyeras donde estabas. Sabía que me sentías. 

Me agarraba firme las tetas para penetrarme mejor. Me sacudió las nalgas sin preguntar y me dejé. Me tiró del pelo mientras gemía gutural.

Y dos falos más se acercaron. Mi galán taxista y mi hermano de oficina. Juguetones, las metieron en mi boca deseosa de jugar con todo mi cuerpo. Ellos me servían a mí. No solo yo a ellos, como tú me hacían sentir.

Mi amiga del alma cogió el testigo de mi bailarín para que yo campara a mis anchas con los otros dos.

Y me follaron bien. Abrí mi poderoso trasero para recibir una primera embestida suave mientras la polla del taxista recibía un masaje sublime antes de lamerlo mientras lanzaba un grito de alabanza a su dios.

Y luego me abalancé sobre ella, que tanto me sirvió para asestarte el último y certero golpe. Comí su coño para enseñarte cómo debiste hacerlo. Su clítoris se mostró oferente y no desprecié balancearlo hasta que noté que casi se desmayaba.

Y juntos, sobre aquella cama que fue mi tumba tantos años, danzamos para ti. Hombre torpe y sin cabeza. Hombre estúpido y aburrido. Hombre que tornó a bestia parda.

Bestia que creí poder domar. Bestia que te descubriste tras la piel de oveja con la que me engatusaste hasta darme aquel zarpazo que quemó mi rostro y cegó para siempre mi ojo derecho.

Te lo advertí cuando encontré fuerza gracias a los comensales de aquella bacanal en nuestra cama.

Aquella cama que ahora es tu tumba. 

Cuando aquella tarde de vuelta del hospital te vi el brillo del ojo, supe que no ibas a cambiar y supe que yo tampoco. 

Dejé que me tocaras aquel día para tenerte cerca y culminar mi tarea. Te senté a la cama como cuando te volviste oveja tras el primer golpe que me diste. En aquel momento creí tus disculpas. Pero esta segunda vez fue la última. 

Dejé que te empalmaras y cuando creías que te ibas a correr en mi garganta te separé de aquel miembro insulso al que tanto quise como abnegada y estúpida esposa. Vi tu cara de sorpresa y antes de tu último grito, aplasté tu cara con la almohada. De algo me sirvió el gimnasio del que tanto celo tenías.

Te metí en el congelador y esperé a poder romperte en mil pedazos. Tus restos los quemé y los metí en el colchón sobre el que esta noche bailo con mis sanadores. 

Cuando estuvieron a punto de correrse, les pedí que sobre nosotras dos y tapizaran nuestras caras agradecidas y quedaron postrados de rodillas en actitud orante. Lo que recogí con mi boca lo escupí al colchón-ataúd sonriendo satisfecha.

Sé que noté un grito tuyo. Sé que ardiste aún más de celos. 

– ¡Jódete querido!¡Jódete y vuelve a arder en tu infierno!

Y en ese momento me vi un spray sobre mi cabeza que tiño de rojo las sábanas.

Giré la cabeza y allí estaba ella asestando un segundo golpe al cogote del taxista que lanzó un ultimo gruñido sordo.

Atónitos quedaron los otros dos ante el espectáculo. Mudos y sin reacción, ella aprovechó para, de un limpio y productivo movimiento, hacer que ambas cabezas besaron el suelo. 

Un nuevo golpe de gracia a cada uno y dio por zanjado el asunto.

Miré su gesto liberador mirando al techo y comprendí su arrebato.

La abracé, nos besamos y sobre la colcha caliente aún por los sesos del taxista, prometimos amor eterno a nuestras vaginas.

Ella me había mostrado un camino que ya había recorrido. Ambas tuvimos claro nuestro futuro libre.

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