«…Por entre las solapitas de raso del pijama asomaban los blanquísimos senos de Maud…»
SEXO DE ORO, por TONO MONREAL, Ilustraciones de PENAGOS y ARISTO TÉLEEZ, Colección NOVELAS DE AMOR, PRENSA MODERNA, MADRID, 3 pesetas, Julio 1931. (Se ha transcrito exactamente como en el libro original. Se trata de un extracto de entre las páginas 58 a 62)
Maruja sintió el deseo, y rápida se desnudó, y mientras tanto, la canción del agua desgranó su fresca serenata.
Maud entró en el momento que Maruja, desnuda, un tanto sorprendida, cruzaba los brazos bajo el pecho en una pudorosa actitud.
– ¡Oh! ¡Lindísima! Pareces una hurí del profeta en el momento del baño. Mira, yo también voy a bañarme.
Se acercó al otro baño y soltó los chorros.
– Ya está graduada a treinta y siete. Pero si quieres más agua caliente se pide a la cocina.
Maruja metió un dedito, y al inclinarse, el redondo traserito, como un gigantesco melocotón, ofreció toda la bella majestuosidad rosada de su altiva pompa.
Maud se quedó contemplando el cuerpo de Maruja con verdadera atención; es más, casi sintió un poco de vergüenza en desnudarse ante la admirable escultura viva de la joven. Había tal lozana juventud en la maciza configuración de Maruja, que temía la bellísima entretenida encontrar un tanto laxo, un poco marchita la decadente y ya hollada flor de su cuerpo junto al todo elasticidad y entereza del de la virgen.
Com oun clavel de oro prendido en el blanco raso viejo del vientre, era el sexo de Maruja un áureo erizo, una exhuberante floración sedosa y brillante qyue coronoaba el ángulo ideal de las macizas columnas de los ambarino smuslos como prodigioso capitel de irreprochables reflejos metálicos.
Atraída Maud por el crisastemo maravilloso que entre la oscuridad de la carne aparecía con frondosidades excepcionales, se acercó a Maruja y la susurró al oído:
– ¡Qué bruta! ¡Qué atrocidad! Y lo más curioso es que no eres velluda, todo lo contrario; parece tu cuerpo como el de aquellas famosas cortesanas egipcias que no tenían nada que envidiar a las más pulidas estatuas. ¡Qué mariposón de oro! En cambio, tus axilas son dos virutitas insignificantes. ¡Oh! Maruja, qué linda eres.
Se acercó aún más y prosiguió, tomándola por el talle:
– ¡Divina! ¡Divina! ¡Qué pies! Parecen dos almendritas. Los deditos son pétalos rosados de un arara flor de cinco hojas. Tu cintura es estrecha y languidece tu busto imponderable sobre la marmóreo gloria de tus altas caderas.
– ¡Oh! ¡Maud! ¡Por Dios! -se atrevió a balbucir Maruja, dominada por la otra, que acabó por estrecharla entre sus brazo
Al verter en el oído de Maruja todas aquellas amantes frases, con las manos, deteniéndose en cada uno de los detalles que alababa, Maud ponía una caricia, un roce o un beso.
Maruja desfallecía y su arrogancia escultural se desmayaba en los brazos de la ardiente francesa que la sostenía.
La llevó hasta el asiento de mármol que servía para descalzarse, junto al que, en un broncíneo soporte, pendían dos salidas de baño de afelpado tejido rosa.
La sentó en sus rodillas. Por entre las solapitas de raso del pijama asomaban los blanquísimos senos de Maud.
– ¡Qué blanca eres, Maud!
– Tú eres dorada como una fruta en sazón.
La excitada Maruja continuó:
– Pero tú eres nieve y fuego.
– ¡Chiquilla mía! ¡Lo que vamos a querernos!
La besó en la boca; pero aquel beso no fué más que para aturdirla y bucear con su mano en aquella flor magnífica de oro del sexo, que ya se entreabría al rayo de sol de la caricia.
– ¡Qué hermosura! ¡Qué suavidades! Eres una diosa virgen. No se puede imaginar nada más tibiamente delicado que esta encantadora grutita tan tupidamente cubierta. ¡Espera!
Maud la alzó un poco y de un tirón se quitó los pantalones y la blusilla del pijama quedando también desnuda.
Blanca, blanquísima, casi luminosa como una Venus de Praxiteles iluminada por la plateada luna, así Maud se ofreció ante los ojos de Maruja. No era la carne de la francesa tan dura, tan firma, tan prieta, tan lozana como la de la otra; pero en aquel desmayo, en aquella laxitud, en su misma fatiga carnal, radicaba todo el encanto, toda la atractiva sensualidad, toda la lujuria que despertaba a su contacto.
Aquella carne -pensaba Maruja- había sido besada por los hombres. Aquellos altos pechos redondos, de rubio pezón, como abejas posadas en soberbias magnolias, debieron ser macerados en locas lascivias en noches de amor y pecado. Todavía bajo el gigantesco capullo izquierdo una violeta de Eros, un rabioso chupón marcaba la blancura láctea y cálida con la morada y sádica huella.
Aquella mujer había sentido morir de dulce muerte en sus brazos a los que hicieron un pedestal de oro para que ella se irguiera, para que ella triunfara. Más blanca, más mujer, menos hembra Maud, junto a la excelsa rubita de ambarina carne pletórica de vida, era como una gran flor de pasión, más acogedora, menos rebelde.
El contraste de las dos era admirable, y en aquel moruno retrete de aljibes de mármol rosado, alicatados de mosaicos, misteriosos ajimeces polícromas yeserías, parecían dos divinas sultanas de un poderoso califa en la hora sensual del baño.
Maud abandonó un momento a Maruja para cerrar los grifos. Después la atrajo hacia la alcoba.
– ¡Maud! -adivinó la virgen.
– ¿Qué, tontita?
La besó nuevamente, aturdiéndola al introducir su diabólica lengua en la rosada caracolita de la oreja.
– ¡Pero!…
