«…podía sentir cómo mi piel ardía, cómo mi interior hacía aguas inconteniblemente, cómo un mórbido deseo se apoderaba de mí...»
por ISABELLA L., con la colaboración de JOSHER
Es un acto impúdico, lo sé, como sé también cuánto me señalarán y juzgarán por eso, y todo lo que pensarán de mí. Sé que no lo entenderán, creo que ni yo lo entiendo, y no pudiera explicarlo aunque quisiera, pero no me arrepiento. Nadie como yo sabe la soledad y el silencio que me envuelven en cada noche de trabajo. Los cadáveres no son buena compañía, y examinarlos y prepararlos para su posterior enterramiento no proporciona la alegría ni la paz que irónicamente podría pensarse. Noches solitarias, entre órganos, huesos y rostros vacíos, imaginando en vano lo que pudo haber pasado por los cerebros que habitualmente desfilan por mi mesa, o los sueños e ilusiones que la muerte les impidió realizar a aquellos cuerpos extintos. A veces, cuando el rigor científico se impone a mis emociones, en medio de la soledad, me olvido de que son, o fueron, personas como yo; he visto tantos cadáveres que ya me he acostumbrado a la muerte, casi más que a la vida. A veces, me siento más muerta que aquellos que yacen frente a mí con miradas huecas, inmóviles, inexistentes, y desearía que fueran ellos quienes me analizaran a mí, y se preguntaran mis sueños e ilusiones.
Por eso sé que no van a entender lo que sentí la noche en que tuve que examinar a aquel joven, casi adolescente, recién fallecido debido a un súbito ataque al corazón producto de un envenenamiento accidental. Todo transcurría normal, o al menos todo lo normal que pueda esperarse de mi profesión. Recuerdo que cuando vi su rostro pensé para mis adentros que una vez más quedaba demostrado que la muerte no discrimina a nadie, nos llega a todos, sin concesiones, aunque a veces puede ser particularmente desafortunado y triste cuando se trata de alguien joven y aparentemente saludable, que se supone que es el antónimo de la muerte; se supone, aunque no es cierto.
No puedo explicar, aunque lo intente, lo que pasó después. Cuando mi escalpelo comenzó la hendidura inicial de una rutinaria incisión en «Y», me pareció notar un leve estremecimiento en el cuerpo, pensé que mi mente ociosa me jugaba una mala pasada haciéndome ver lo imposible. Como tampoco sabré qué clase de jugarreta macabra me intentaba hacer un desconocido e insólito rigor mortis. Ante mis ojos desprevenidos se alzó un falo con tanto brío que no parecía estar atado a un cuerpo sin vida. Erguido y orgulloso se mostró ante mi atónita e incrédula mirada, y por un instante, me quedé tan o más inmóvil que el propio cadáver.
Pero algo se despertó en mí, indescriptible, que me devoró sin apenas darme cuenta, un temblor, un vigor, que recorrió todo mi cuerpo, y que extrañamente me hizo sentir la vida que no suele acompañarme. Con ciertas reservas al principio mis manos se acercaron al miembro erecto, tan vivo, tan inexplicablemente vivo. Mis dedos juguetearon un poco con el glande, mas pronto mi mano apretaba fuertemente de arriba abajo aquella roca alzada, y el resto del cuerpo de su portador pareció tan sereno, tan tierno, a pesar de la rigidez. Un cierto fuego me consumía por dentro, podía sentir cómo mi piel ardía, como mi interior hacía aguas inconteniblemente, cómo un mórbido deseo se apoderaba de mí.
Era como si mis movimientos ya no me pertenecieran, como si solo obedeciera una oculta voluntad de mis profundidades. De repente me sentí libre, libre como nunca, decidida, deseosa, de todas formas, era solo yo en medio de la soledad de otra noche eterna. Libre para desprenderme de mis ropas impregnadas del néctar de las llamas; para que los poros de mi piel inhalaran la atmosfera lasciva; para que mi sexo humedecido y hambriento guiara mis latidos. Tenía que hacerlo, tenía que ser parte de mí, lo esperaba, lo necesitaba recorriendo con su erecto orgullo mis cavidades anhelantes. Con premura me subí a horcajadas sobre él, y nada me importó la ausencia de vida de aquel cuerpo sin nombre; solo uno era el objeto de mis deseos, de mi hambre, de mis ansias. Con desbocada lujuria tomé el miembro entre mis manos y lo deslicé varias veces sobre mi clítoris igualmente erguido, antes de sumergirlo totalmente en mi sexo, que lo recibió con portentoso júbilo. Con mis manos sosteniendo mis senos abrasados, cabalgué con fiereza, como si no existiese nada más en el mundo que ese instante y ese preciso lugar, y seguramente no lo habría. Cabalgué, posesa, desesperada, con la felicidad de mi interior despedazado de placer, con todas mis ganas rebotando junto a cada gemido, cada espasmo, cada desborde. Como demente me derramé una y otra vez, haciendo aguas de goce y desenfreno. Uno tras otro los orgasmos llegaban violentos, brutales, espectaculares. Nunca antes había tenido tantos, tan próximos y tan potentes, al punto de casi caer desmayada de placer, de ese placer prohibido, desconocido, inmensamente gratificante, electrizante. Nunca la vida me llenó tanto como lo estaba entonces, perdida totalmente en la vorágine de jugos, de estrellas, de colores, henchida y deshecha, como si volara, como si soñara.
Con dificultad, casi rendida, con las dulces lágrimas de la saciedad asomadas en mis ojos me separé del objeto de mi felicidad, que tan inexplicablemente como antes, comenzó a volver a su estado inerte, ausente, como si supiera cuánta dicha había proveído, como si comprendiera que de haber permanecido sería el causante de inimaginables y sedientos desatinos, de insaciables locuras.
Relajada, pero aún con el ardor recorriendo mi cuerpo, me ceñí otra vez mis ropas, con torpes movimientos, pero con la alegría que solo un cuerpo llevado al éxtasis puede proporcionar. Y mientras me abotonaba mi blusa el mundo empezó a retornar a su aburrida normalidad. Aquella sala empezó a sentirse vacía, fría, como cada una de esas noches. El rostro del joven permaneció sereno, pero ya distante, resignado ya a tener que dejar este mundo. Durante un rato solo lo observé, no sé si esperando un renacer, o decidiendo si continuar mi olvidada tarea examinadora, que por momentos parecía tan absurda, pero que en otros significaba la mayor intimidad posible, en la soledad, en la frialdad de las noches interminables.