«…querido, debes mantener la mirada en la circulación…»
por TEODORO NDOMO
Los nervios siempre me atenazaban cuando llegaba a la zona de prácticas. En grupos de tres se colocaban los futuros noveles para aguardar la llegada de la profesora. Carla, la Thatcher -como la llamábamos-, no hacía sino doblegar la voluntad de los cándidos aspirantes con su actitud rígida. Hierática con la mirada. Severa con sus gestos. Apenas le hacía falta hablar para hacerte sentir que habías metido la pata hasta el fondo.
– El examinador que viene no les va a regalar ni los buenos días. Disponen de media hora para hacer el examen y en mi autoescuela no quiero ni un suspenso.
Entramos al coche. Cedí el paso a Virginia, una fuera de serie. Sacó la mejor nota en el teórico, no solo de la Autoescuela sino de la promoción que iba a hacer el próximo exámen. El recorrido que le marcó la Thatcher fue severo. Autopista, carretera general, aparcar en pendiente, horario de colegio, … Pero la aventajada alumna tenía todos los visos de ser la próxima Thatcher donde quiera que trabajara en el futuro.
La pulcritud y silencio con el que se desarrolló la práctica de Virginia no hizo sino ponerme más en tensión. Empecé a notar el sudor frío y sequedad en la boca cuando Carla se despidió de la alumna aventajada.
Abrí la puerta y mi vista se clavó en el muslo de la implacable Thatcher, que se había girado para comentar con Virginia sobre la próxima y última práctica antes del temido exámen.
A los nervios, se le unió el pudor y la vergüenza cuando coincidimos en la mirada y se dio cuenta de mi escaneado segundos antes de sentarme.
– César, ¿verdad?
– Sí, -balbuceé infante.
– Calma. Vas a hacerlo bien si no piensas. Solo atiéndeme bien -respondió con la mirada puesta en la carpeta que sostenía.
Coloqué el sillón, ajusté los retrovisores, me puse el cinturón y arranqué el auto. La primera parte del ejercicio era solo rodar de frente. Para aclimatarse a la conducción, nos dejaba conducir unos cinco minutos sin referencias de a dónde debíamos ir. Así que me aproveché de ello y conduje por la autopista en dirección a un polígono industrial que sabía de poco ajetreo circulatorio.
Aprovechando la recta, pude ver con el rabillo del ojo, el contorno de los labios de la Thatcher. Ese día no me pareció la sargento de hierro de siempre. ¿Por qué no me había fijado en esos labios antes?. Usé la técnica freudiana de ver a todo el mundo desnudo. Y funcionó. Apenas notaba el pedal del acelerador; apenas notaba la tensión del volante. Solo escuchaba la ligera brisa entrar por la ventana que ayudaba a secar el temido sudor previo.
– Bien César, en cuanto puedas, gira a la derecha.
Me alegré y se me notó en la cara. Estaba haciendo el recorrido que quería. El de entrar en aquel polígono vetusto y tranquilo de calles cuadriculadas y nulo tráfico.
Y me dejé llevar. Cada dos manzanas de aquella yerma ciudadela de naves, giraba en busca de un nuevo stop inerte. Miraba a izquierda, luego a derecha y allí seguía la Thatcher desnuda. Ella tomaba apuntes, supongo, en su tablilla fatal de calificaciones. Sonreía de vez en cuando hasta que una vez me hizo ruborizar cuando sostuve, quizá demasiado tiempo, la vista entre sus muslos. Sin dejar de mirar al frente me dijo: “querido, debes mantener la mirada en la circulación”.
Así un buen par de minutos de gloria eterna hasta que me corrigió mi rodadura libre.
– En la siguiente, gira a la izquierda.
– Disculpe, es un callejón sin salida, -advertí al ver la señal vertical.
– Lo sé. Quiero que me enseñes lo que sabes sobre cuestiones básicas como motor, cambio de neumáticos si procede y porque debes hacer caso a la monitora, -me reprendió levemente.
Un portón gigante daba fin a la carretera.
– ¿Entro?
– Efectivamente. Mejor a la sombra.
Quité el contacto y me invitó a salir del vehículo previa apertura del capó del motor.
– Localiza el nivel del aceite.
– Aquí, pero aún no debería mirarlo, hay que dejar que se enfríe, como con el depósito del agua, etc, -señalé con verbo rápido y algo de desgano pues era respuesta fácil.
– Bien. Esperaremos. Abre el maletero y confirma lo que deberías tener en caso de auxilio en carretera.
Hacia atrás que me dirigí mientras escuchaba sus tacones firmes seguirme y un rítmico golpeteo de su lápiz en la tablilla de anotaciones. ¿Me estaba mirando el culo?. El reflejo de la ventanilla del coche me mostró su rostro mientras vi que además sonreía.
Abrí el maletero y señalé el triángulo, las luces de repuesto, la esteple…
– Creo que todo está bie…
No terminé la frase. La Thatcher estaba tan cerca de mí que rocé uno de sus pezones.
– Disculpa, -volví a quedarme ruborizado.
– Querido, no hay nada que disculpar.
Y lanzó su mano libre hacia mi entrepierna.
– ¿Es este el gato?
No supe reaccionar salvo quedarme paralizado. Paralizado y directamente empalmado.
–Vaya, pues parece que funciona. Debería ser hidráulico. Si se activa solo al contacto, puede ser un problema. Si te parece, lo reviso bien, -y se agachó en busca de mi incipiente nardo.
– Pero… , lo único que acerté a pronunciar.
Aquella mujer me redujo sin esfuerzo. Su cabello corto y hacia un lado, con una pequeña melena, le había conferido esa imponente y temerosa coraza como para añadir credibilidad al apodo de Thatcher. Ahora la veía bombeando en plano cenital y solo veía lujuria y desenfreno.
Levantó la cabeza y siguió trabajando mi verga con las manos.
– Pues no parece que vaya a ser un problema este gato. Pero prefiero someterlo a más pruebas. Vente. -y me llevó a la puerta trasera del vehículo, donde pocos minutos antes sudaba de temor.
Al abrir la puerta: sorpresa.
– Pues era verdad que se habían olvidado de mí, -dijo con los brazos cruzados Laura, con cara regañada.
Sus apenas metro y veinte centímetros de enanismo, provocaban a menudo su desaparición. Un encanto de alumna cuyo principal atractivo era que nunca perdía la compostura y estaba más que acostumbrada a su invisibilidad.
– Laura, querida, me vienes al pelo para completar el aprendizaje de hoy, -reaccionó Carla. O sea, las contingencias comunes que les puede pasar en carretera a las que deben enfrentarse. Da igual que sepan conducir. Lo que importa es que hay más elementos en la circulación que deben tener en cuenta. Así que por nuestra falta de atención hacia ti, vamos a tener el tacto oportuno para que nos perdones, -dijo con una mirada lasciva que reconozco me sorprendió y llegó a reducir la sangre de mi entrepierna.
– Sea, -respondió la pequeña alumna.
Carla entró de frente a la boca de Laura dejando sus impresionantes caderas expuestas a mi incrédula mirada. La visión era algo surrealista para mí. Una impresionante dama lamiendo unos pechos expuestos en ofrenda, mientras yo había quedado de pie, estúpidamente estupefacto.
Carla sabía lo que me pasaba. Giró la cabeza y levantó su corta falda.
– ¿Serás capaz de mirarme los niveles César?
Y me centré en aquel valle espléndido. Mi nariz hurgó sus labios, mi lengua su clítoris y mis manos sus caderas.
– Creo que en perfectas condiciones, -me atreví a pronunciar.
– Necesito que metas tu verga para confirmar el aceite, -gimió la Thatcher.
Y me incorporé. Lamí mi mano y terminé de empalmar como marcan los cánones. Una primera penetración de aproximación y noté un calor impresionante.
– Mmmm,... creo que tienes todas las papeletas para aprobar con holgura.
– No hace falta que me lo regales el aprobado pero, ¿yo también tengo alguna papeleta de esas?, -reclamó una Laura casi agonizante ante el verbo de Carla en sus labios verticales.
– Tú calla que vas a recibir lo tuyo para culminar esta práctica.
Sí, se refería a que yo debía ser el último “escollo” a superar para que Laura aprobara.
Y cambiaron las tornas.
¡Qué agilidad de Carla para jugar al tetris en la parte de atrás de un coche!. Cierto que la comodidad y capacidad de aquel SUV era espectacular, pero ella convirtió cualquier recoveco del habitáculo en una oportunidad y no en un obstáculo para completar la práctica.
De vuelta al punto de partida, esperaba más alumnado acojonado cuando vieron quién le tocaba de monitora ese día.
Todos, menos Virginia, que había adquirido un bono para aquel día y pretendía volver a hacer el recorrido nuestro. Y digo el nuestro porque me sonrió pícara, guiñandome un ojo cuando pasé a su lado.
Torcí el gesto, la escruté con la mirada… y caí en la cuenta.
– Hasta la próxima César.
– Claro Laura, avisa cuando te toque una nueva práctica. Iré contigo, no lo dudes.
Alejándome, volví a escuchar a mis espaldas aquellas palabras que antes me helaban y ahora me calientan tanto:
…Disponen de media hora para hacer el examen y en mi autoescuela no quiero ni un suspenso…