PILLADO

«… «¿Por qué no?», me dije…»

por Teodoro Ndomo, ante la solicitud Instagrámica (se escribirá así) de Bóreas Sanfiel

Hacia derecha. Hacia izquierda. Boca arriba. Boca abajo…

Tocaba insomnio.

Maldito trabajo.

Siempre me he planteado por qué no dejar de trabajar y vivir de lo que me gusta. Lo que se me da bien.

Seguro que mañana estará resuelto. Son esos minúsculos dramas que se escapan de las manos. Descontrolados. Que desbordan y generan un cansancio vital inaudito.

«Mejor mirar desde arriba» me decía un profesor de Historia Moderna, de cuando deambulaba por la Universidad.

Así que me levanté. El reloj del móvil ya estaba aburrido de mí, al tiempo que alimentó mi desorden mental. Me llevé la pantalla vertical a la cocina y preparé café. A sólo hora y media de despertarme y encima el gusano intestinal también quería participar en la vigilia.

Un par de galletas y mientras a mirar la pantalla.

Y recordé de nuevo la Universidad. Esa época en la que los exámenes me cosían y me cocían. Esa fue mi experiencia en el Campus. Llegué para aprender y terminé para soltar lastre. Recurrentes sueños con exámenes fallidos o a los que no llegaba como el puto conejo de Alicia.

Mi forma de espantar esos fantasmas era buscar el cansancio. Sabía de gente que salía a correr o a caminar. Otros se despertaban, desayunaban, volvían a intentar coger el sueño y vuelta a empezar. Yo tenía otra técnica. Pensaba en situaciones con el profesorado de turno. Con el alumnado de turno.

Y comenzaba el calor. La palpitación rítmica me ayudaba. Cuando compartía piso, incluso había depurado cómo llegar a correrme sin hacer ruido. Implicaba tardar, pero a fin de cuentas, tiempo me sobraba.

En la cocina con el café en una mano y en otra el móvil, me apareció el banner del tipo «Situaciones inesperadas con gente inesperada», «Busca pareja en tu barrio»…. Me molestaba el tema de estar permanentemente localizado por el terminal. Las aplicaciones que debía tener por trabajo, me obligaban a ello. Pero también me hizo soñar despierto. «¿Por qué no?», me dije.

Y quise cansarme como antaño.

Abrí el confesionario de mi querida Erika y el ardor de mis neuronas hicieron el resto. Cuando quise darme cuenta, la mano pasó del café al pan. De nuevo las pulsaciones. Reviví la Universidad. Cerré los ojos y latía en mi mente la bacanal en la que se convertían las clases. Preciosos y firmes culos. Cántaros de miel perfumados y modelados con manos tersas y tensas en ansiedad.

Y sometí mi verga firme que en su día practicó la abstinencia de otro cuerpo a solo centímetros de mí. Lo recuerdo vivamente. A ella no, pero sí a sus ojos en blanco de aquella noche experimental. Sentados ambos en el colchón cutre en el suelo, terminaba de darse placer húmedo, mientras yo trataba de hacerle caso y practicar el arte de tocarme…

– «¿Qué te pasó?»

Erika me pilló con las manos en la masa.

La escena me inundó de estupidez. 

Y la estupidez claudicó ante la sonrisa dedicada y la lujuria de esa lengua que se relamió al verme en semejante situación.

Nos acoplamos para cansarnos.

Me sirvió para dormir.

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