«… No ha habido nunca lucha más encarnizada que la de aquel momento entre mis principios y mi deseo …»
por BÓREAS SANFIEL
Paseaba la perra, la suya, no la mía. No sé qué mes era, uno cualquiera de la primavera. Sé que era domingo porque sólo ese día podía deleitarme en escaparme con ella y recorrer las calles de aquella ciudad que siempre bullía de actividad, siempre menos los domingos a primera hora que sólo te encontrabas desechos de la recién fallecida noche de sábado. Buscaba la bucólica imagen que se desprende del olor a pan recién hecho, de las napolitanas de chocolate que son como droga dura para mis papilas gustativas, de los puestos de flores que, por supuesto, aún no estaban montados, de avenidas vacías exhibiendo indecentemente su arquitectura modernista, de los hombres vendiendo jilgueros a escondidas de la guardia urbana, aunque éstos aún no habían salido de casa, ni los hombres ni la guardia. Buscaba un motivo para no renunciar al presente porque el futuro me asustaba, porque sería obligatoriamente sin él, y él era el presente del que renegaba, pero al que me aferraba como un náufrago que lleva demasiado tiempo a la deriva abrazado a su amante en forma de triste madero destartalado, que odia el ahora y teme el después. Y la soledad se hacía enorme, el desgarro de la soledad en compañía, la de la perra, la del amor, la de la urbe bella que es como una dríade desmelenada tras una noche de lujuria y alcohol en una mañana de despertar al lado del peor amante del mundo, y el más feo, por dentro que no por fuera, tan insatisfecha tras los excesos como yo lo estaba.
Pero las sorpresas siempre están a la vuelta de una esquina, de cualquiera de todas las que hay en un barrio diseñado para esconderse en patios interiores y portales grandiosos con grandiosas puertas de hierro forjado, en entresuelos y principales, y áticos que son explosiones de vida a una altura de vértigo sobre el erial del asfalto. Y al doblar esa esquina cualquiera, en otra, la de enfrente, unos ojos me interrogaron mientras una mano sobaba una bragueta. No habló, al menos con palabras, pero sus hormonas embotaban mi nariz, incluso con un paso de peatones y dos aceras de por medio, y sus ojos lo decían todo, su mano gritaba alto lo que quería, y lo quería de mí. Como si los astros se hubiesen alineado, como si todo estuviese planeado por un dios caprichoso que se entretiene montando escenas de una cotidianeidad divertida, como si el destino dijese que era el momento y el lugar, la perra agachó la cadera y empezó a mear, obligándome a detener la marcha, a quedarme a merced de aquella llamada, aquel gesto, aquella intención. Juro que no quería mirar, que no pretendía serle infiel ni siquiera con el pensamiento, pero no podía ignorar su convocatoria silenciosa, me devoraba la curiosidad como un niño que ve una peli de dos rombos escondido en el pasillo, o tras el sofá, que sabe que lo van a pillar y le va a caer una gorda, pero no puede dejar de observar lo prohibido.
Ladeando la cabeza me invitó a acercarme. Yo bajé la mirada, tímido, abochornado, pero sólo unos pocos segundos antes de que torvamente mis ojos le buscaran de nuevo. Seguía allí, seguía con sus pupilas dilatadas fijas en mí, seguía con su mano ya no frotando la bragueta, sino agarrando la carne que tapaba y que crecía inexorablemente. Seguía allí llamándome a gesto en grito. ¿Y si mi presente se presentaba? ¿Y si me sorprendía en el acto propio de la infidelidad? ¿Y si me dejaba llevar y descubría que el futuro puede ser mejor que el hoy, que el ahora? ¿Y si mi indecisión le aburría y buscaba otro al que dedicar su mirada, su bragueta sobada, su ladear de cabeza? No ha habido nunca lucha más encarnizada que la de aquel momento entre mis principios y mi deseo, entre el frío de una cama enorme compartida con mi presente casi pasado y el calor de mi entrepierna que crepitaba con el fuego de mi casi futuro inmediato, casi porque este ahora estaba en sus gestos y en mis pies cruzando la avenida, en la decisión que no podría postergar más, no se fuese a aburrir y a buscar a otro. Crucé, y en un hueco de escalera, la misma cuyos barrotes sujetaron el nudo del cordón de la perra, me di, me despeiné, me desnudé, gemí, gocé.
Él nunca se enteró, ni lo sospechó siquiera, nunca concibió que hubiese podido entregarme a otro, que el hombre de principios recatados que me creía pudiese haber sido capaz de la atrocidad de ser de un desconocido y suyo al mismo tiempo, no fue capaz de entender que corazón y cuerpo se disgregaron durante un rato, que mi cuerpo, durante un rato, no fue suyo, y que mi corazón, en ese mismo rato, soltó el triste destartalado madero y se hundió en el mar del porvenir. Nunca se enteró, no fui capaz de enfrentarme a la culpabilidad, la que tuve al principio, ni tengo necesidad, ahora, de explicarle cuándo me divertí, cuánto me divertí, cómo me divertí, por qué me divertí. Mi presente casi pasado se ha disfrazado de pasado remoto, mi futuro temido se ha transformado en presente glorioso, y los dos hemos salido ganando.