NUEVO ORDEN

«… Él levantó mi túnica y tocó mi flor, moviendo sus dedos con agilidad…»

por JANE CASSEY MOURIN

Mis hermanas mayores me contaron de un tiempo en que los humanos tenían algo que llamaban matrimonios, donde hombre y mujer se juraban amarse por siempre, cuidarse, respetarse y no tener sexo con otros por el resto de sus vidas. Esos tiempos de mentiras e hipocresías terminaron, después de que la “Luz de sanación” ganara las guerras de purificación, convirtiendo a los hombres del mundo en sanadores, delegando en las mujeres las tareas de procrear y servir a los sanadores, sus nuevos amos, para satisfacer plenamente sus deseos. 

Ahora las mujeres vivimos en las villas del pecado, mientras los hombres habitan los templos de sanación, ubicados en el centro de cada ciudad, distrito y sector. Ellos se encargan a diario de una ardua labor: procurar la pureza en el alma de cada mujer, extrayendo de nuestro cuerpo a los demonios del deseo, mediante un acto de amor que actualiza nuestra naturaleza femenina, liberándonos de nuestros pecados, sacando de nuestro cuerpo a los malignos seres que tratan de conducirnos por el camino de la lujuria, el deseo prohibido entre las mujeres y la abominación de la masturbación. 

Aquella mañana fue mi primera vez en el ritual de purificación, al fin tenía la edad suficiente para ser sanada por uno de mis padres. Estaba nerviosa pero entusiasmada, lo cual solo se vio incrementado cuando, al esperar en la fila, escuché los gemidos cuya génesis yacía en el pecado de aquellas que habían profanado su cuerpo con el deseo y la lujuria. 

Pero aquellos sonidos, ciertamente no me importaban, solamente quería que mi turno llegara, ser bendecida con la semilla de uno de mis padres y poder convertirme en una verdadera mujer, al brindar un hijo al gran maestro; un varón capaz de sanar a mis hermanas o una hija bendecida con el don de servir a nuestros padres. 

La fila avanzó y mientras más cerca estaba, más fuerte se escuchaban los gemidos de las mujeres que estaban siendo sanadas. Las veía salir de los confesionarios, contentas, liberadas de sus demonios, sonrientes, sudorosas, agitadas y en algunos casos, como seguramente sería el mío, con manchas de sangre en sus túnicas, al ser su primera sanación. 

Una de mis hermanas me dijo que la primera vez podía llegar a ser dolorosa, a pesar de que generalmente, los sanadores estaban preparados para convertir la primera vez de una de sus hijas, en una experiencia inolvidable; ciertamente aquello me daba miedo, pero confiaba en que uno de mis padres me trataría con el amor del gran maestro. Solo restaban dos hermanas delante de mí, solo dos mujeres me separaban de comenzar mi camino de la purificación de mi alma; cuando algo grave ocurrió. 

Una hermana había tratado de escapar, al parecer sus demonios la poseyeron más allá de lo impensable. Si bien,  dos sanadores la capturaron casi de inmediato, las cosas no serían sencillas para ella, pues para poder sacar a sus demonios, no bastaría con la sanación de uno solo de nuestros padres; así que fue llevada a uno de los altares públicos, donde los sanadores la inmovilizaron del cuello, muñecas y tobillos, dejándola en la posición de rezo para que pudiera expiar sus pecados, después de que cada uno de los sanadores que pasaran cerca de ella, la bendijera con su semilla. 

Nunca se sabe cuánto tiempo pueda llegar a durar aquello, a veces los demonios son extraídos en un par de horas, a veces dura varios días, y alguna vez, cuando yo era muy pequeña, recuerdo que una mujer pasó tres semanas en un altar hasta que dejó de gemir y suplicar su liberación, mientras los sanadores hacían su trabajo. Recuerdo bien que tras ser puesta en libertad, se arrodilló ante el sanador que la soltó y besó sus pies, rogando por una última bendición, pues no quería volver a ser tentada por el demonio de la rebeldía. 

La conmoción de la captura me distrajo lo suficiente, como para no estar plenamente consciente de que no había más mujeres delante mío. Mis mejillas se sonrojaron al saber que había pecado de curiosidad. Apenada, me disculpé con el sanador por mi falta de atención y sensatez. Él levantó mi túnica y tocó mi flor, moviendo sus dedos con agilidad. Un gemido escapó de mi boca.

– Eres novicia ¿Cierto? – me preguntó.

– Así es maestro – dije, haciendo una reverencia hacia él, inclinando un poco mi cuerpo adelante.

– Pasa, te espera el maestro Abamawén.

Caminé hacia el confesionario, atravesando un pasillo oscuro que pronto se vio iluminado cuando llegué al final, a una habitación blanca con cojines del mismo color, tirados en el suelo, encontrando a un hombre de piel oscura, sentado con las piernas cruzadas por enfrente de él, mirándome desde el centro de la habitación. 

– Pasa hija, siéntate conmigo, ¿Cómo te llamas?

– Gracias padre, mi nombre es Hestia Abeyaném

– Hermoso nombre, Hestia. Siendo esta tu primer purificación es necesario beber agua santa antes de comenzar. Esta será la única vez que un maestro sanador te servirá, así que debes agradecerlo y honrar la humildad de tu padre sanador.

– Lo sé, padre, lo agradezco y me honra con su favor – dije, nuevamente bajando la cabeza en una reverencia. El padre Abamawén se levantó y salió de la habitación; momento en que mi vista vagó por los rincones de aquel lugar, hasta que mi padre regresó. Avanzó en mi dirección, se puso de cuclillas frente a mí y me extendió su mano portando una copa de cristal, que contenía una sustancia rojiza traslúcida.

– Bébelo de un solo trago.

Tomé la copa y obedecí sin dejar de mirar a los ojos al padre sanador, así me dijo una de mis hermanas mayores que debía hacerlo. Al terminar regresé la copa a mi padre y me quedé quieta, él salió de nuevo de la habitación, entre tanto, yo comencé a sentir muchas cosas en mi cuerpo: un extraño calor me dominó, un cosquilleo comenzó a ser incesante en mi entrepierna y sentía que de mi vagina escapaba una gran cantidad de líquido; agité la cabeza pues la visión se me hizo borrosa y mi cuerpo se sentía cómo si estuviera ausente. 

Tras unos segundos mis ojos volvieron a percibir con normalidad y dejé de sentir que el cuarto daba vueltas, sin embargo, aquel cosquilleo en mi vientre no cesaba. El maestro regresó cuando yo moví las caderas restregando mi pubis contra uno de los cojines. No logré detenerme al verlo, parecía que mi cuerpo se moviera solo. Él me miró con un gesto de desaprobación, a la vez que algunas lágrimas comenzaron a salir de mis ojos, no podía detenerme, no sabía cómo hacerlo. 

– Eso que sientes es el demonio de la lujuria, del deseo, tratando de apoderarse de tu cuerpo, por ello es necesario que te purifiquemos, que sanemos tu carne y expulsemos esos demonios.

Su túnica cayó, quedando completamente desnudo frente a mí. Era la primera vez que miraba a un hombre sin túnica, su cuerpo era grande y musculoso, su piel oscura brillaba ante la iluminación blanca de la habitación; pero mis ojos se fijaron sin moverse, en el enorme y hermoso miembro que tenía entre las piernas. Mi respiración se agitó y mis caderas dejaron de moverse, sentía cómo mis pezones endurecían y cómo mis labios se humedecían aún más. 

Él no dijo nada, solamente se arrodilló frente a mi y me despojó de mi túnica. Con algo de rudeza, me empujó por el pecho y me obligó a recostarme, metiendo su cabeza entre mis piernas, mientras con sus grandes manos sujetaba mis senos. 

Los gritos comenzaron a salir de mi boca, gemidos emanaban de mi garganta buscando alivio ante lo que mi padre me hacía. Mi cuerpo se retorcía, el cosquilleo que me provocaba al besar mi cuerpo de aquella forma era enloquecedor, no podía parar de gritar, no era capaz de callarme ni cerrar la boca mientras él no dejaba de besarme. 

Una oleada de placer me atacó, me hizo estremecer, gritar aún más fuerte, mover las caderas y llevar las manos a mis senos, retirando las de mi padre y pellizcando mis pezones. Los gemidos que exhalé fueron los más sonoros y angustiantes.

Mi padre se levantó y abrió mis piernas. Metió dos de sus dedos con fuerza y los movió con rapidez de un lado a otro. Era una delicia sentirlo. Tomó su miembro con una mano y comenzó a sobar mi carne con él. Mis labios besaban su pene hambriento, ansiosos por darle la bienvenida. Me penetró con fuerza, haciendo que gritara de dolor, pero deteniéndose ahí. Mis manos tomaron los fuertes brazos de mi padre, durante aquel tiempo en que mis lágrimas comenzaron a dibujar ríos de dolor en mis mejillas. 

– ¿Conoces la oración de purificación?

– Si, maestro – dije entre sollozos y gemidos

– Bien, quiero que empieces a rezar, una y otra vez hasta que los demonios hayan salido de ti, hasta que yo te diga que te detengas.

– Gracias gran maestro, padre portador de la luz de sanación – comenzó a penetrarme una y otra vez, sin contemplación, arrancándome gritos y gemidos que se combinaron con las palabras santas que salían de mi boca – por liberarme de mis demonios – su intensidad se hacía cada vez más fuerte – por brindarme la semilla de uno de tus hijos, para poder darte un varón que sirva a tu propósito y sanar a mujeres como yo, malditas por el deseo; o una mujer que pueda extender tu estirpe y sirva a tus siervos sanadores por su vida entera. A ti te agradezco bendecirme con tu perdón, agradezco tu clemencia ante una pecadora que no merece la semilla de uno de tus hijos, pero que la acepta con humildad, con el único propósito de servirte y servir a tus hijos, mis padres.

Aquellas palabras se repitieron varias veces, entre los gemidos que me provocaba la fuerza de la fe con que mi padre se apoderaba de mi cuerpo, golpeándolo con fuerza, haciéndome una mujer que sirviera para los designios del gran maestro. 

Mis gritos eran fuertes y mis gemidos aún más, el dolor en mi interior era casi insoportable, pero no hice nada más que obedecer a mi padre, mientras él llevaba uno de mis senos a su boca y lo mordía, al tiempo en que yo no dejaba de llorar mientras ese hombre santo me poseía. 

Una nueva oleada de placer llegó repentinamente, tensando mi cuerpo, haciendo que mi vientre se humedeciera, expulsando de forma definitiva a los demonios del placer que me habían dominado momentos atrás. Pero mi padre no dejaba de cogerme, con toda su fuerza, haciendo temblar mi cuerpo, llevándome a la frontera de la lucidez, hasta eyacular en mi interior. 

No salió de mi vientre, buscó mis labios con los suyos y los besó, metiendo su lengua en mi boca, incitándome a jugar con la mía, sintiendo en su cálido aliento, el sabor de mi sexo. Nunca salió de mí, apenas noté el momento en que perdió su dureza, durante el mismo tiempo en que continuó besándome, hasta que de pronto reanudó el movimiento de sus caderas; solo que esta vez el dolor se había marchado, ahora la sensación de ser penetrada una y otra vez por mi padre, era magnífica. 

Gemía de placer mientras mis brazos rodeaban su cuello y mis labios besaban su boca, haciendo que nuestras lenguas bailaran entre ellas, mientras él me amaba y yo a él, moviendo nuestras caderas acompasadamente, gimiendo de placer, dejándonos llevar por lo que nuestros cuerpos sentían; hasta que nuevamente nuestros músculos se tensaron y ambos estallamos en amor y placer al mismo tiempo, gimiendo, jadeando y gritando. 

Él salió de mi interior y se arrodilló a un lado de mi cara, abrí la boca sabiendo lo que tenía que hacer, devorando cada gota de su semilla, hasta no dejar rastro en el miembro de mi padre. Se puso de pie y tomó su túnica del suelo; me levanté e hice lo mismo. 

– A partir de ahora, cada vez que un sanador considere que debes ser purificada, sin importar lo que estés haciendo ni el lugar en que te encuentres, deberás ser obediente, deberás hacer lo que el sanador te diga ¿Lo entiendes hija?

– Si, padre, lo entiendo.

– Muy bien, ahora puedes ir en paz, hija mía.

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