«…solo me dejé llevar por el placer que tu delicioso miembro me brindaba…»
por JANE CASSEY MOURIN
Llegué con mis maletas cargadas en un taxi, tras haber vendido todo lo que tenía y saldar con ello las deudas que dejaron papá y mamá; no podía seguir pagando el alquiler del departamento en que vivía con mis difuntos padres, pero días atrás te habías ofrecido a alojarme, me prometiste pagar la universidad, darme un techo, ropa, alimento y dinero para mis gastos. Eras mi padrino ¿Cómo podría haber esperado algo malo de ti? Nunca del hombre que me cargó en sus brazos mientras el padre me ungía la cabeza durante mi bautismo.
Esa tarde llegué con mis maletas, abriste la puerta y corriste a toda prisa al taxi, bajaste el resto de mi equipaje y guiaste mi camino hacia el que alguna vez fuera el cuarto de mis primos, los mismos que ahora vivían con su madre.
Mis padres acababan de morir, teníamos apenas un par de días de haberlos enterrado cuando me instalé en tu casa. La escuela aún no comenzaba, faltaban algunos días pero debía pagar la inscripción, necesitaba dinero. Te lo dije y tú sonreíste, repitiéndome que te harías cargo de mí, que a tu lado no me faltaría nada. Saliste de casa para ir al banco mientras yo me duchaba.
Aunque el doloroso recuerdo de la partida de mis padres aún hacía que mis lágrimas brotaran, creí que a tu lado podría encontrar el consuelo que tanto anhelaba, el amor que me faltaba y tal vez un amigo en cuyo hombro poder descansar mi cabeza, para soportar el dolor que carcomía mi alma.
Escuché la puerta de la entrada cuando aún me estaba secando en el baño. Me puse el sostén y las bragas junto con una playera grande que usaba para dormir. Salí al pasillo y te encontré, caminabas en mi dirección. Tu mirada me dejó congelada, pues era la misma que había visto tantas veces en el rostro de trabajadores que miraban mi cuerpo al pasar cerca de las construcciones en la ciudad; en hombres degenerados que miraban mis pechos, seguramente imaginando cómo se verían sin ropa que los cubriera.
Te detuviste a contemplarme sin ninguna clase de reparo. Cuando saliste del trance me miraste y sonreíste de nuevo, con ese rostro tierno del padrino que yo anhelaba, pero que cada vez veía más como un sueño, una fantasía utópica muy alejada de la realidad. Estiraste tu mano y me diste el dinero, diste media vuelta y regresaste a la sala.
Tenía miedo, no quería creer que debajo de esa apariencia bondadosa… no, era imposible, simplemente no podía ser. Pero minutos después, mientras terminaba de secarme el cabello en el cuarto donde tú me instalaste, abriste la puerta y te metiste en la habitación sin pedir permiso. Traté de girar mi cuerpo, pero no me lo permitiste, me tomaste por la cintura y pegaste tu cuerpo al mío mientras tus manos se colaban por debajo de mi playera. Sentí tu pene erecto restregarse entre mis nalgas y tus manos apretar mis senos por encima del sostén.
Hubiera querido defenderme, golpearte y alejarte, pero estaba paralizada, miles de ideas pasaron por mi cabeza en ese instante, me vi sola en la calle, me vi mendigando dinero para poder comer; el miedo a que esos pensamientos se hicieran realidad me dejó inmóvil, justo como tu me querías tener, pues no te importó mi estado de shock ni las lágrimas que escaparon de mis ojos, mientras me mirabas por el reflejo del espejo, sonriendo, con un gesto lleno de lujuria en el rostro.
Recargué mis manos en el tocador para no perder el equilibrio, eras un animal en celo, solo querías obtener lo que entraste buscando, de la misma chica que cuando niña juraste proteger y guiar por el camino correcto; la misma cuyas tetas desnudas yacían ahora entre tus manos, pues habías arrancado mi ropa haciendo pedazos mi sostén y mis bragas.
– ¿Creíste que todo esto sería gratis, pequeña puta? ¿Qué podrías andar por toda la casa moviendo el culo sin pagar el precio? Si lo llegaste a pensar, si por un momento llegaste a imaginar que sería así, estabas muy equivocada, pequeña zorra.
Llevaste tu mano a mi entrepierna, la metiste por detrás de mi cuerpo y acariciaste mis labios mientras mis nalgas se abrían por el efecto de tu brazo sobre ellas. Sentí tus dedos entrar, un escalofrío acompañó a esa rara sensación de dolor acompañada con un poco de placer. Tu otra mano se dirigió a mi boca y metiste en ella un par de dedos mientras lamías mi mejilla y mi cuello. No podía dejar de llorar, tanto como no podía moverme o decir una sola palabra.
Tus manos abandonaron mi cuerpo, me dejaste ahí, reclinada sobre el tocador, no me movía, no quería hacerte enojar, solo quería que todo acabara. Te desnudaste tan rápido que apenas me di cuenta del momento en que te situaste a mi espalda y comenzaste a frotar tu miembro entre mis nalgas desnudas, mientras me sobabas las tetas. Tu pene encontró la entrada sin necesidad de dirigirlo, entraste en mí de una forma tan suave que incluso me hizo gemir, cerrando los ojos, bajando la cabeza, sintiendo como me abrías con el calor de tu hombría, recorriendo mi interior poco a poco, tan despacio que resultaba una tibia caricia, como si nuestros genitales se estuvieran besando de una forma tierna, conociéndose de manera seductora.
Te sentí completamente adentro de mi, no podía dejar de jadear. Dejó de importarme que fueras mi padrino, que tu sangre y la de mi padre hubieran estado conectadas, solo me dejé llevar por el placer que tu delicioso miembro me brindaba.
Comenzaste a cogerme, pero no acelerabas, solo entrabas y salías, despacio pero con un ritmo constante. Miré al espejo y te vi con los ojos cerrados, en verdad lo disfrutabas. Me tomaste de las caderas y comenzaste a embestirme un poco más fuerte. El placer me hizo gritar y sentir que las piernas me fallarían en cualquier momento.
Saliste de mí y me ordenaste acostarme. Obedecí como una esclava sometida a tu voluntad. Abrí mis piernas, mientras tocaba mi clítoris, habías encendido una llama en mi interior, ya veríamos si serías capaz de apagarla.
Me penetraste de golpe, la amabilidad de minutos atrás se había agotado, embestías con fuerza, haciendo temblar mi cuerpo mientras tus manos estaban apoyadas en mis tetas. Qué dolor tan delicioso sentía, sin dejar de gritar, sin dejar de gemir, tomándote de los brazos y rasguñándolos con fuerza en un último acto de rebeldía, en contra del hombre que me sometía. Tu mano se recargó ahora en mi cuello, apenas podía respirar. Aflojabas algunos segundos y me apretabas de nuevo. El placer combinado con la desesperación y la vibración que provocaba el golpeteo de nuestros cuerpos, era maravilloso.
Dejaste caer tu cuerpo sobre mí y me besaste, mi lengua parecía moverse con autonomía, mientras bailaba a ciegas con la tuya; a ratos te separabas un poco y me veías, acostada bajo el yugo de tu cuerpo, gimiendo, extrañando tus labios mientras tu miembro seguía cogiéndome sin detenerse, sin encontrar alivio o retardando el momento un poco más. Te dejaste caer de nuevo pero no me dejaste besarte, volteaste mi cara, lamiste mi cuello hasta llegar a mi oreja.
– ¿Te gusta, pequeña puta? ¿Te gusta que te coja? – preguntaste y aceleraste el ritmo haciéndome gemir aún más fuerte – si no me contestas te largas de mi casa puta ¿Te gusta cómo te coge papá?
– ¡Si papi, me encanta! – escapó de mi boca sin poder detenerlo, sonreíste pero tus embestidas se incrementaron, mis gritos se convirtieron en gemidos ante la desesperación de no poder frenar el incesante placer que mi padrino no dejaba de provocar en mi vientre.
Me abracé a ti con aprehensión, todo mi cuerpo se tensó y mi vientre comenzó a convulsionar, explotando de una forma deliciosa, pero sin quedar satisfecha, sin lograr sentirme completamente mujer. Comencé a mover mi caderas buscando que el roce con tu pene fuera más intenso, apretaba todos mis músculos
tratando de ejercer fuerza sobre tu miembro y exprimirte hasta la última gota mientras jadeabas de placer y me sobabas las tetas con desesperación, haciendo que me dolieran de una forma deliciosa. Te movías con tanta violencia que incluso la cama temblaba por el ímpetu con que te cogías a tu sobrina, a tu querida ahijada.
Cuando explotaste te aferraste a mis tetas con tus manos y jadeaste cerca de mi oído, mientras yo me abrazaba a ti, tratando de tenerte lo más cerca que fuera posible, lo más adentro que pudiera tenerte. Jadeaba, respiraba con dificultad, con el corazón agitado y la piel bañada en nuestro sudor. Una mirada fría se centró en mis ojos, no habías quedado satisfecho aún, tampoco yo; tu mirada me decía que la lujuria en tu interior era casi infinita. Me besaste de nuevo, tus labios besaron mi cuello y luego me mordiste un poco la oreja.
– Ahora eres mi puta, harás todo lo que te diga y me llamarás papi siempre que me contestes, ¿entendiste zorra?.
– Sí papi – contesté, asumiendo mi posición como la nueva puta de mi padrino, mi nuevo papi; sabiendo que esa tarde estaría muy lejos de terminar.