«…Él reaccionó bajándose los pantalones para liberar la fiera…»
por BÓREAS SANFIEL
“Qué simples son los hombres” pensó mientras abría las piernas para que la oronda mano con alianza le sobara las bragas. Habían bastado unas miradas cómplices, una sonrisas provocadoras, un lenguaje corporal que dejase patente que estaba dispuesta para que el taxista se ofreciese y condujese hasta un lugar apartado en el que satisfacer a la guarra que tan indecentemente se le había ofrecido. Ella gimió fingidamente evitando los besos que él quería darle mientras dejaba que sus dedos acariciaran los labios que se iban humedeciendo, buscando abrir el orificio por el que más tarde le daría todo el placer que ella necesitaba. Le sobó la bragueta descubriendo su erección, no era grande ni gorda, qué decepción. Pero le apetecía usarle, le serviría.
Tardó en descubrir el mecanismo para reclinar el asiento, bien podría haberla ayudado el idiota, y se dio la vuelta apoyándose en el respaldo, exhibiendo su trasero abiertamente, ofreciéndole la vulva como una flor. Él reaccionó bajándose los pantalones para liberar la fiera, pero la postura era incómoda y su barriga sobresaliente no ayudaba. Ella abrió más las piernas, forzando la postura para colocar su sexo más bajo y fue entonces cuando le sintió entrar. No fue placer físico, fue dominación, poder, no había hombre que no claudicase. Él no pensaba sino en entrar bien adentro hasta llenarla, explotar dentro, y si la preñaba era su problema, que no se le hubiese ofrecido.
A través de la ventanilla le llamó la atención otro miembro que una mano sobaba arriba y abajo, este sí era grande y apetitoso. Decidió que esa noche serían dos los que cayesen rendidos a sus pies.
– ¡Espera! – le ordenó.
Apenas pudo contenerse, pero retiró su falo del interior abrigado y tibio. Ella se incorporó levemente y abrió la puerta del taxi, para volver después a la posición inicial. De nuevo la agarró por las caderas y la penetró, pero otra mano, distinta, más áspera, le acariciaba la pierna y las nalgas.
Sintió la humedad de hombre dentro de sí, notó como un miembro que comenzaba a estar flácido se retiraba. Se giró para orientar su trasero ligeramente hacia la puerta y la mano áspera y su gemela la agarraron por la cadera, otra vez era penetrada con fuerzas renovadas, con potencia masculina. Apenas unos tirones hacia atrás, unos pocos vaivenes, y otra explosión cálida en su interior.
Se sentó colocándose las bragas, sintiéndose como Messalina, llena pero insatisfecha. Los pobres imbéciles creían que la habían utilizado, pero era ella la que se había aprovechado, los había llevado hacia donde ella había querido como ovejas al redil, y ni siquiera se habían dado cuenta de que habían sido manipulados. Ignoró la bragueta que se cerraba fuera del coche, volvió a esquivar el beso que el chófer quiso darle. Solo sonrió y pensó “qué simples son los hombres”.
– ¿Me llevas a casa?