«…Llegará, al fin, la suprema sacudida…»
LAS PERVERSIDADES DE CLARITA, por EVA LEÓN, Ilustraciones de I. Durán, Año II, nº 46, PRENSA MODERNA, MADRID, 50 céntimos
Y entonces, solo entonces, cuando mi cuerpo, cuando mi alma no fueron ya más que carne y espíritu aptos para la cópula, tierra sedienta, frutos cosechables, el barón se irguió sobre mí.
El monocle había desaparecido de su ojo izquierdo; su rostro iluminado por el deseo, era más juvenil. menos enteco, más dulce de besar…
Me fue penetrando, penetrando… ¡Oh, qué placer!… Le estreché contra mi cuerpo en un nervioso impulso, atenacé sus piernas con las mías, como serpientes que se enlazasen para loca posesión; unimos nuestras bocas en un beso delirante, que remataron nuestras lenguas en un mutuo acariciar…
El barón no hablaba, y aun con sus besos hacía morir las frases de desvarío que de mí intentaban escaparse. ¿Para qué las palabras, en efecto? ¿No hablaba por nosotros la melodiosa orquesta de invisibles músicos, llevando a nuestros corazones los torrentes de armonía que nuestras pobres voces humanas no hubieses nunca logrado crear?
¡Oh, el lento y voluptuoso mecer! ¡Cómo iba, poco a poco, en incomparable y deleitoso ritmo, precipitando el supremo goce, llenándome de una alegría de amor que me hacía suspirar intensamente, y besar y morder y gemir, sollozante y removida por la fuerza erótica que me invadía tan augustamente como, en la pleamar, invade el oleaje la arena de la playa!.
Llegará, al fin, la suprema sacudida. Y fuera en los dos tan inaudito el goce, que nuestras fuerzas desfallecieron hasta el punto de hundirnos en el no ser, como se hunde el sol tras la montaña en luminoso y temporal morir.
Y ya no volví a oír más la dulce musiquilla, los ricos brocados, la preciada alfombra, los suntuosos y blandos almohadoncillos sobre los que nuestros cuerpos se amaran, el tímido surtidor de esencias, los pebeteros, el amplio salón, más lleno de riquezas que el palacio más fastuoso. Todo, todo desapareció. Y, en su lugar, la realidad me mostró el banal diván de aquel reservado del Bristol, la exotérica habitación. pobre de muebles, como si éstos no fuesen necesarios para la clandestina lascivia que en aquella estancia solía refugiarse.
Mis ojos asombrados lo contemplaban todo con estúpido mirar. Y velan también mis ropas en desorden mi cuerpo extendido sobre el diván, claramente violado, mientras el indudable violador, junto a mí, me sonreía misterioso, triunfador…
Comprendí al cabo de un instante. Y, aceptando los hechos, dije sonriente:
– Ya me dirá usted, barón, dónde adquiere sus deliciosos cigarrillos.
Y cómo él persistiera en su enigmático sonreir:
– Opio, ¿verdad ?.
– Opio… y algo más, cuyo secreto me vendiera a buen precio un sabio faquir de la India.
Y tras un silencio:
– ¿Recuerda usted sus palabras, barón? Por un beso de mi boca, un millón; por besar mi cuerpo desnudo, diez millones; por poseerme, cincuenta millones… ¡Más de toda su fortuna! ¿No es así?
– En efecto.
– Pues… ¡está usted ya arruinado, barón!
Y el hombre del mococle sonreía con su perenne, con su enigmática sonrisa…
