RENATO BLAY
Ilustraciones de IVARELA SEIJA
Colección IMPERIO – Madrid, 1926
– ¿Dónde me llevaría usted?
– A un sitio discreto.
Callaron un instante que aprovechó Marisa para pedir consejo a las brujas del champán, y éstas debieron dárselo, por cuanto, inclinando hacia José Luis el tesoro rubio de su melena, le dijo sencillamente:
– Vamos.
Se levantaron de sus asientos y se dispusieron a abandonar el local. En el guardarropa encontraron a Josefina reclamando su abrigo y el de “La Africanita” y el de la mamá de ésta, que, junto a la Colombina, esperaban la entrega de las prendas.
No le pareció a marisa demasiado oportuno el momento para verificar las presentaciones, y se limitó a colocarse sobre el disfraz el abrigo y a pensar que entre la mamá, la nena y su primita iban a armar un bacanal completo, sin necesidad de que varón alguno interviniera en la faena.
Cuando salieron a la calle, José Luis no llevaba las mismas vacilaciones económicas que tuvo cuando su primera conquista.
Y no porque la moza le pareciera de más reducida tarifa, pues a la vista estaba que ni en elegancia ni en belleza cedía un ápice la Colombina a la andaluza, sino porque la generosidad de Mario Ucney había puesto en su cartera dos billetes cuando se despidieron.
José Luis, al principio se indignó, negándose a tomar el dinero; pero el novelista se mostró tan enfadado, dió tales muestras de disgusto, que el chico acabó por transigir y aún por ofrecerse para nuevas entrevistas.
Subían por la escaleras de la casa que anteriormente acogió las voluptuosidades anormales de Mario, muy junto el uno de la otra, mirando la melena rubia, el rostro masculino; y sintiendo José Luis el diseño esencial de las líneas del flanco de su amiga, pensaba:
– Esta Colombina tiene una melena naturalmente rubia, de un rubio bonito de champán, y, como el espumoso licor francés, produce embriagueces y cosquilleos gratos.
En efecto, en la coronación musical de la sintonía blanca del cuerpo de Marisa, era un rubio de champán su melena, algo como un flujo de oro de las natas selectas, que combinaban bien con las gasas azules del vestido de Carnaval.
Salió a recibirles la vieja proxeneta, y José Luis, sin preguntarle una palabra, puso en su mano tres duros, aunque pensando que, de continuar sus frecuentaciones, debía hacérsele una prudente rebaja.
Llegaron a la alcoba ya conocida por el muchacho, y cuyo lugar parecía haber adquirido una familiaridad que antes no tuvo, pues sin preámbulo de ningún género se quitó el chaleco y la chaqueta, para luego aproximarse al capricho rubio que su buena fortuna le deparaba, y, quitándole el abrigo, poner en el escote de nieve un beso cálido y ardoroso.
Como presintiendo que la feminidad de María Luisa era una cosa notoriamente auténtica, allí estaba su instrumento preparatorio, con la cabeza bien erguida, dispuesto para cualquier pelea, por ruda que se presentase.
Lo sentía Marisa, a través de la gasa del vestido, como un utensilio duro y grande, pensando que tan solo un milagro podía hacer que penetrase en un lugar tan reducido como el que ella iba a ofrecerle para que se cobijase.
Soltó José Luis los cierres del vestido de Colombina fácilmente, y apareció el busto femenil, aunque velado por la camisa.
Con un apresuramiento enorme metió su mano por el escote y aprisionó, sacándolo, un seno breve y bonito, seno de dulce blancura y aún más dulce color de fresa en el pezón enano.
El muchacho lo estrujaba, lo llenaba de besos, poseído de una alegría ilimitada, y diciendo esta sola palabra, que a marisa tenía que parecerle forzosamente incoherente:
– ¡Legítimo! ¡Legítimo!
Puso el otro también fuera de la camisa, y creció su entusiasmo y fueron más cálidos sus besos rojos sobre las perfumadas pomas blancas.
La gracias femenina desparramaba su sombra en el espíritu de José Luis o más que su sombra, un a luz dorada y tibia, manifiestamente agradable, que se exteriorizaba en los vocablos ardientes:
– ¡Muy hermosa! ¡Muy hermosa!
Una curiosidad rara le acuciaba, y por eso le levantó la falda de la camisa, y vkio cómo triunfaba rotundamente la flor dorada, que también tenía el rubio de champán, pero un rubio de finas hebras ensortijadas, objeto impregnado de las palpitaciones de la vida secreta y de los goces irrebasables de la carne.
José Luis saludó su aparición con unas palmaditas, más que amistosas confianzudas, y diciendo en un rapto de entusiasmo:
– ¡Pero qué bonito es!…