LAS CELDAS SE ABREN DE NOCHE

«… frotándome con la mano, con la almohada, con el colchón, hasta sentir cómo alguno de los agresores estallaba de placer …»

por BÓREAS SANFIEL

Había llegado hacía un mes y medio, poco más. Lucía un cuerpo deseable y una cara angelical en la que la barba aún era una sombra, más de chico que de hombre. Bastaba un vistazo para darse cuenta de que era la primera vez que le encerraban, el miedo en sus ojos mostraba que sería la última. Ese pavor, ese no querer acercarse a nadie, no confiar en nadie, querer aparentar que era un tipo duro cuando se veía a leguas que temblaba de terror, le convirtió en la presa más codiciada. El primer día de duchas, los de siempre, la manada, le cercaron para usarlo a su antojo, pero los guardias intervinieron, él les pertenecía a ellos; en la cárcel se escoge según jerarquía, los de peor estatus, los que son como yo, nos tenemos que conformar con los despojos, con aliviarnos entre nosotros. No sabía él la suerte que tenía, le molestarían dos o tres noches a la semana; siempre era mejor eso que caer en manos de la manada y ser su juguete en sesiones de 24-7.

Mi sueño era tan ligero que, apenas sentí cómo se abrían los cerrojos, volví a la consciencia. Escuché atentamente por si había sido la puerta de mi calabozo, pero los sonidos llegaban mitigados, era en la de al lado. Aún así, el deseo se despertó en mi ombligo y ardió el cinturón de fuego que lo unía al perineo. Apenas llegaban hasta mis oídos los sonidos de lucha, hasta que a alguien se le escapó la mano que tapaba la boca de la víctima y un no desesperado retumbó por el pasillo, para justo después restallar un velado “cállate” y el sonido de un tortazo. A partir de ahí todo fueron gemidos discretos y protestas acalladas con violencia. Y yo formando parte de la escena, encendido, frotándome con la mano, con la almohada, con el colchón, hasta sentir cómo alguno de los agresores estallaba de placer y le acompañaba apenas unos segundos después. Irremediablemente me asaltó el decepcionante vacío de no haber sido yo el objeto de deseo del sexo uniformado y reglado. 

Formamos delante de las puertas de nuestras celdas para el recuento matutino, el ángel no salió. Supe que algo no iba bien cuando los guardias corrieron hasta su celda. A una orden nos hicieron desfilar hacia el comedor, al pasar puede ver un cuerpo mal tapado con una sábana; el pobre infeliz no había aguantado la presión. Me alegré. Sabía que vendrían unos días de tranquilidad tensa, pero pronto volverían los ataques nocturnos, y esperaba que esta vez su víctima fuese yo, que me eligiesen a mí como el blanco de su deseo, el alivio de su ira contenida, el recipiente en el que depositar sus fluidos. 

No llegó a dos semanas, y fue, como siempre, de noche. Sentí cómo los cerrojos desnudaban la celda de al lado para un nuevo inquilino, un traslado nocturno. Y ni un día de paz le dieron, al par de horas, no sé siquiera si llegaría a dormirse, le visitaron, le usaron. Pude oír sus desesperadas protestas, las poderosas risotadas de los guardias, los gemidos del clímax, los lloros por la indefensión. Y yo, con este, como con el ángel, y el anterior al ángel, renegando por no haber sido escogido, odiándoles por no desearme, salpicando con furia las sábanas, la pared, la puerta de la celda.  

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