LAS ANGUSTIAS DE LA CARNE

«…padecían el mismo suplicio, la misma angustia, la angustia de la carne insatisfecha…»

LAS ANGUSTIAS DE LA CARNE, por EVA LEÓN, Ilustraciones de M. RAMOS y ESTEBAN, Colección LA NOVELA SUGESTIVA, nº 67, PRENSA MODERNA, MADRID, 50 céntimos. (Se ha transcrito exactamente como en el libro original. Se trata de un extracto de entre las páginas 7 a 11)

Entornas las maderas del balcón y comienza a desnudarse. Sus ojos, mientras retira sus vestidos, van involuntariamente hacia el encristalado montante, que, en lo alto del tabique que separa las habitaciones de los dos primos, está velado discretamente por un adherido papel de colorines. Y Basilio sonríe ante el pecaminoso pensamiento que en su cerebro mariposea. ¡Si él quisiera!…

Vuelve a repetirse por tercera vez:

– ¡Y es que así debe estar más bonita!…

Está desnudo ya. En rápido movimiento, en la sombra, tras de apagar la luz, se extiende sobre el lecho sin cubrirse con las sábanas. Y espera sosegadamente que el sueño le suma en la inconsciencia.

Pero esta noche el sueño es perezoso y tardó en acudir. y de nuevo las imágenes femeninas empiezan a desfilar por la imaginación de Basilio.

Ahora ya, tras las sonrisas de los lindos rostros femeninos, son las situaciones eróticas por que Basilio pasara.

Justamente esta misma noche, después de cenar, ha estado en el cine. No encontrara a sus amigos, y antes de aburrirse solo prefirió distraerse con las gansadas de Charlot o con el desarrollo de alguna película sensiblera. Libre estaba su imaginación al penetrar en aquel lugar de sensuales anhelos, de querencias voluptuosas; pero a medida que se fué acostumbrando a la oscuridad en que se sumergiera oyó un premioso bisbiseo a su lado que le llamó la atención. Era una amante parejita enredada en dulce idilio, y, sin duda, en estrecho contacto. La mujer, precisamente se hallaba junto a Basilio. Este, al principio, se desinteresó de la parejita; pero luego, a falta de interés en la película, concentró su atención en los enamorados. Ella era casi una chiquilla. No contaría más de diecisiete años. Rubia, esbelta, bonita… El era un muchacho robusto, de unos veinte años. El apasionado diálogo no era continuo, sino que, de cuando en cuando, se cortaba bruscamente. Y Basilio sentía precipitarse la respiración de la rubia muchacha, mientras el hombre se  apretaba contra ella y con los ojos fijos en la que indudablemente era su presa,, parecía querer hipnotizarla.

Captado el ánimo de Basilio por el amoroso espectáculo que junto a él se estaba desarrollando, todo él comenzó a estar pendiente de lo que entre la pareja sucedía.

Oyó murmurar quedamente a la rubia:

– No, Manuel, no; otra vez, no. ¡Lo que me haces sufrir, rico mío!.

La dulcísima protesta, que confesión de goce era, estremeció a Basilio. Sus ojos, aprovechando las constantes alternativas de la luz, según las situaciones d ela película, procuraban descubrir la erótica maniobra.

Consiguió, con paciencia y disimulo, ver huronear la mano audaz del compañero de la rubita por entre los vestidos femeninos, contornear la pantorrilla, ascender, hundirse…

Basilio percibía claramente cómo el cuerpo de la linda muchachita, al principio inmóvil, propicio al asalto de la mano acariciadora, se estremecía en sacudidas eléctricas, vibraba de cuando en cuando en rápidos escalofríos. Y de repente, un suspiro, algo así como un ahogado sollozo, se escapó de la acariciada, que, vencida, reclinó la cabeza sobre el hombro varonil…

Basilio ahora en la cama, prisionero del recuerdo y de los primaverales efluvios que se hallaban diluidos en el ambiente, y, que, como espíritus malignos, se introdujeran en su alcoba, rememoraba todo aquello, sintiendo el mismo ramalazo de deseo que entonces experimentara en idéntico anhelo de hembra.

¡Cómo envidiara al acariciador! ¡Cómo compadeciera a la dulcemente suplicada! Los tres, él como espectador y la amante pareja como actora, padecían el mismo suplicio, la misma angustia, la angustia de la carne insatisfecha.

Los otros, la rubita y su compañero, tal vez fueran luego hartos, gloriosamente satisfechos. El ahora sufría con la evocación, volvía por segunda vez al terrible tormento.

Entonces y ahora Basilio sintiera despertarse violentamente su varonilidad, en un estéril impulso, como se alza una planta parásita en un terreno abandonado.

Suspiró fuertemente de anhelo el mísero. Y en un impulso de todo su organismo abrasado por la fiebre lujúrica, hizo girar su cuerpo en una media vuelta frenética y quedó boca abajo, con la cabeza sumergida en la almohada y las piernas apretadas contra el lecho, cual si éste fuese una mujer…

Su sangre se alborotó de esta manera más y más; la blandura del colchón fué para su virilidad soliviantada un mayor estimulante.

Poco a poco, la consciencia del atormentado se fué oscureciendo. Del pecho anheloso se escaparon gemidos de deseo. Los labios besaron locamente en la almohada, como en las tibias y sonrosadas carnes de una hermosa mujer. El cuerpo comenzó a estremecerse en un inaudito mecer, vil parodia del acto sublime de la posesión. Los brazos del torturado se abrieron cuan grandes eran en febril abrazo.

Llegó el goce tras larga y apasionada brega; el goce torpe, estéril y sin cónyuge; el goce que no se extingue sobre los labios amantes, que a su vez también balbucean dicha; el goce cuya tumba fría, hecha de silencio y de soledad, y aun de un vehemente asco de sí mismo…

Agotado e insatisfecho al mismo tiempo, Basilio se abandonó por fin al sueño, que, piadoso siempre, acogió miserable en sus brazos sin escrúpulos.

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