«…por fin estábamos solos, ya no había prisa, podíamos disfrutar el uno del otro…»
un relato de Bóreas Sanfiel
Todos los días pasaba por delante de aquel quiosco, buscaba el más simple de los motivos para poder detenerme delante de la luna del escaparate y escudriñar su interior rezando para que nadie hubiese comprado la revista.
Allí estaba yo, un muchacho de apenas catorce años dejando que los ojos se maravillasen con la portada, con el brillo y los colores que hacían más atractivo si cabía al muchacho que aparecía en ella vestido con un peto vaquero que no escondía su pecho desarrollado, con aquella pose que incitaba al deseo, con una estrella con el precio del magazine tapando sus partes, pero no lo suficiente para ocultar que debajo la tela estaba rota, agujero por el que se escaparía, esperaba yo, su masculinidad.
La quería, la necesitaba, deseaba tener entre mis manos aquellas páginas en cuyo interior se mostraría toda la belleza de aquel modelo en placentera desnudez, y sólo tenía que ahorrar un poco más, una carrera contrarreloj entre mis exiguas finanzas y el deseo de cualquiera que también se sintiese atraído por la juventud del chico. Sólo un poco de dinero más.
Ahorré todo lo que pude, me privé de muchos caprichos, sisé a mi madre en cada compra que le hacía, lo que fuera con tal de reunir aquel dineral. Finalmente lo conseguí, tenía la cantidad que decía la estrella.
Fue un sábado a primera hora de la tarde cuando volví al local con un puñado de monedas resonando en mi bolsillo. Mi cuerpo vibraba con la dulce culpabilidad inocente del chiquillo que era y el deseo del hombre en el que estaba empezando a convertirme.
Miré a través del cristal y la encontré a la primera, medio escondida entre portadas de coches de carrera y otras revistas que no llamaban mi atención. Nadie se había interesado por aquel que iba a ser mi futuro amante de papel, quizás nadie se había parado a contemplar el placer que parecía ofrecer.
Pero el miedo y los nervios me anclaban a la acera, imponían una distancia entre aquellos ojos, aquellos brazos, aquel pecho, aquella estrella y un muchacho aterrorizado consciente de que posiblemente el quiosquero conociese a su familia, que fácilmente podría delatarle.
En un arranque de valentía o inconsciencia entré en el negocio, cogí la revista y la posé en el mostrador mientras en la palma de mi mano temblorosa refulgía el dinero con el que iba a pagar por el sexo, por el placer pasional.
– ¿Te gustan estas revistas?. Tengo más.
Algo en aquel hombre calvo me produjo repulsión, su mirada, su sonrisa, su actitud. Sentí asco, dejé el dinero y salí de allí doblando la revista para que nadie pudiese ver a mi amante, ya sólo mío.
Corrí a casa, subí las escaleras saltando los peldaños de tres en tres, solamente me detuve un instante para esconder mi tesoro, mi pecado, debajo de la camisa pegado a mi espalda, el sudor adhirió el papel a la piel.
Entré en el hogar, no había nadie, y me encerré en el baño; por fin estábamos solos, ya no había prisa, podíamos disfrutar el uno del otro. El muchacho me sonrío ya sin la estrella desde la página central, mostró toda su virilidad, se ofreció a mí. No había en el mundo ser con mayor perfección ni belleza que aquel hombre que me incitaba a entregarme, había encontrado en él lo que mi cuerpo había estado buscando desde hacía mucho tiempo.
Le amé, le adoré, le juré pasión eterna.
Pero bastó pasar la página para serle infiel con el mulato que me esperaba vestido con un mono de trabajo abierto hasta dejar a la vista su vello púbico que se mezclaba con una mancha de amor en el tejido tosco y azul, suplicándome pícaramente que abandonara a mi amante de couché.
Mis ojos ansiosos obligaron a mi mano a seguir volteando las hojas, dejando que mi vista se sumergiera en mares de imágenes excitantes, mi cerebro se saturó de deseos por otros cuerpos que se mostraban sugerentes en sus intenciones, indecentes en su estética.
Tanto me fascinó aquella revista, tantos hombres visité, tantas veces traicioné a mi primer amor que derramé mi placer en el suelo.