«…pretendía frotarse hasta sacar mi genio…»
relato de Teodoro Ndomo
Allí estaba otra vez. Con esa impronta de seguridad que se le caía por los cuatro costados.
Las canas me enseñaron que era impostado, pero me dejaba engañar.
Me dejaba llevar.
Me sonreía desde su atalaya de metro noventa y se me rompía el elástico de las bragas. Cada mañana lo mismo.
Tras casi un año, desde la primera vez que me crucé con él, seguía alimentando una fantasía recurrente.
Aeropuerto, donde cada tres días nos veíamos.
Subía desde el parking en el que dejaba el coche y él bajaba por la escalera mecánica paralela.
Yo alzaba la vista tras vigilar que no me tropezara con el maletín y clavaba mis ojos sonriendo mientras me saludaba cabeceando levemente.
Y así comenzaba todo.
Justo cuando nos cruzábamos, él acariciaba mi mano que esperaba el momento. Ese segundo se convertía en minutos cuando de repente lo encontraba a mi espalda.
Y me susurraba al oído.
Y me atrapaba la cintura suavemente para dibujar el camino de mi ombligo hacia mi entrepierna dispuesta.
Al mismo tiempo notaba el saludo de su enorme rabo que pretendía frotarse hasta sacar mi genio.
Ese recorrido mecánico, de apenas cinco segundos, hasta alcanzar el hall de entrada a la zona de facturación, me daba calor y liberación para comenzar la jornada parlamentaria.
Y no. No pensaba arrancar de mi memoria o de mi imaginación esos momentos, a pesar de llevar casada una treintena de años.
Cuando mi querido esposo me necesita, allí estoy yo.
Es recíproco.
Nuestra cercanía a la jubilación no está siendo obstáculo alguno para disfrutar y cabalgarnos hasta exudar la última gota.
Pero esa visión tan recurrente y simple de la pornografía de un uniforme, esa sonrisa en mandíbula perfecta, me hace sucumbir y desear no faltar a esa cita en la escalera mecánica cada tres días.