«…humilde como esclavo de aquella mujercita moderna tan viciosa, se dejaba hacer…»
LA DE LOS BESOS ATROCES, por JUAN CABALLERO SORIANO, Ilustraciones de I. Durán, Colección LA NOVELA PASIONAL, PRENSA MODERNA, MADRID, Año 0, nº48 (Se ha transcrito exactamente como en el libro original. Se trata de un extracto de entre las páginas 23 a 25)
Toda la gente de la labor andaba sesteando bajo los lozanos frutales de la huerta.
-Desnudate, Juan.
El muchacho obedeció ciegamente. La diabólica Mabel le hizo caer sobre el mullido diván, repleto de cojines, y comenzó a besarle, a besarle lentamente en el pelo, en la frente, en los ojos, en las orejas, en el cuello, donde la caricia tenía algo de sádica y succionaba la sangre en tirantes aspiraciones. Él la echaba los brazos al cuello, pero Mabel le contenía, diciéndole:
-¡Quieto, quietito! ¡Verás, verás cómo disfrutas! Él, humilde como esclavo de aquella mujercita moderna tan viciosa, se dejaba hacer, y a duras penas contenía el arrollador torrente de la sangre, que le pedía más acometividad, una más decidida caricia.
Sofrenaba ella al zagal, cuyos ojos centelleaban y cuyos pies y manos se crispaban por la refinada caricia, que llegaba a sus costados, al nacimiento de los muslos, al ángulo donde arrancaba el obelisco amenazante de sus ardores contenidos.
Mabel tuvo escarceos de refinada cortesana, tactos exquisitos, besos escalofriantes, y viendo vibrar como acero aquel cuerpo que las montañas fortalecieron, los frutos tonificaron y el agua del río purificó, llegó a lo decisivo, al beso que una mujer sólo da cuando está muy enamorada o cuando cobra por ello. Ese beso lascivo, inquietante, atroz, cruel, enervante, que ha hecho de París un reino y de la francesa su mejor sacerdotisa.
Juan creyó morir, aquel beso, más que tal, era una perfecta y suave posesión de húmeda y tibia sensualidad. Dijérase que por el estrecho conducto querían escapar alma y cuerpo, que deslizan por la complicada red de los nervios
Se aferraba a la rebelde cabecita de Mabel, quien, como un vampiro, parecía querer sorberlo, no haciendo caso de sus rudas contorsiones, de sus voluptuosos latigazos.
Toda la lujuria cerebral de aquella delicada señorita morena explotaba en aquella siesta estival de la serranía andaluza, haciendo víctima al salvajito aquel, que sólo fué inocente cuando vivió entre sus cerdos. ¡Oh! ¡Terrible paradoja! Cuando, cambiando de vida, su cuerpo se sustraía a la vida inmunda en contacto con aquellos animales, su alma caía en la abyección, y de una manada iba a otra, a la de Epicuro, a la de las niñas viciosas que, como divinas marranitas, tanto placer daban con sus celestiales porquerias.
Mabel, desde su punto de ataque, seguía el extravismo de los ojos del amado, y cuando aquellos ojos azules se perdieron en el techo, al anular el pensamiento la elèctrica descarga del organismo, sin separar su boca del centro de los ardores del mozo, giró con prodigiosa maestria, ofreciendo a Juan la brasa de su sexo, colocándola con tal acierto en los estremecidos labios del desfalleciente zagal, que éste, en su último espasmo, besó y mordió con rabia, haciéndola gritar de dolor y placer.
