«…Al decir esto se ofrecía como una fruta abierta, separando la maravilla de los muslos redonditos y mostrando en todo su esplendor el negro manchón del sexo, que como un hachazo dividía la procelosa vegetación…»
LA DELOS BESOS ATROCES, por JUAN CABALLERO SORIANO, Ilustraciones de I. Durán, Año II, nº 48, PRENSA MODERNA, MADRID, 50 céntimos. Se ha transcrito exactamente como en el libro original. Se trata de un extracto de entre las páginas 32 y 37.
– Es necesario evitar estos escándalos, Juan. Lo que has hecho es, sencillamente, una bestialidad. En el mundo que has de vivir no se puede tratar a la gente de ese modo. Hay que hacerlo todo cuestión de espíritu y no de patas.
La miró casi con rabia. Por la primera vez desde que fuera su novia, más que su novia, su amante, le pareció Mabel extraña. ¡Cuántas amarguras llevaba tragadas Juan! ¡Muchas veces echaba de menos aquellos cerdos que cuidó en el cortijo, que seguramente no tenían el alma tan cochina como la manada que tenía que tratar ahora!
¿Conque era un gañán? ¡Si ya lo sabía! Pero ¿por qué lo sacaron de su gañanía? Ahora sentía que aquellos trajes de estupenda hechura; aquellas botas finas y lustrosas; aquellos cuellos de seda, le hacían un daño atroz, más daño que cuando no tenía costumbre de usarlos y todo le molestaba.
Entraron en el soberbio Hispano-Suiza, y Mabel indicó al chauffeur.
– A casa.
Ni una palabra en todo el camino.
A Mabel le dolía que aquel salvajito no tuviera enmienda; era ya la segunda vez que armaba el escándalo. Otro día fué en el cine, donde se lió a puñetazos con unos peras que comenzaron a molestarla desde la fila de butacas de atrás. Lo peor es que Juan no daba explicaciones; daba el golpe sin avisar, a la menor insinuación.
Cuando llegaron al hotelito de la calle de Lista, donde viviía Mabel, ya en el gabinete amarillo, ella volvió a insistir:
– Es menester que te reportes; así no podemos vivir. Hay que ser más sociable. ¿Te parece bien lo que has hecho esta tarde?
Él callaba, callaba, porque no sabía contestar; pero sabiendo que toda la razón estaba de su parte, que su amor no debía consentir que aquellos ridículos afeminados viniera a ofenderle, valiéndose de su desconocimiento de la sociabilidad. Para él, Mabel era su hembra, y recordaba que los mastines de los rebaños las defendían de los demás a dentelladas. Esto le había enseñado la Naturaleza. Esto había visto en aquellas agrestes serranías, así se había criado. El traje, el exterior, era barniz que ella extendió sobre su alma de hombre; pero aquel barniz se resquebrajaba al menor calor pasional.
– Tienes que prometerme que no has de seguir por el mismo camino. Ya va diciendo todo el mundo por ahí que si te he cazado a lazo; yo te quiero y sufro al oír tales estupideces. ¡No, Juan mío, no seas así!
En el fondo, al fin y al cabo hembra, ella sentía aquellas fierezas del pastor como un halago de su vanidad de mujer. ¡La quería de amor! No era el interés el que movía al zagal, a su Juan adorado, en aquellos momentos en que, irguiéndose como un dios, sus ojos llameaban al sentir en su corazón la mordedura de los celos.
Por eso, en la calma perfumada del gabinete amarillo, decorado regiamente con dos magníficos Goyas, arañas y cornucpias y sillería de Gobelinos, se le acercó, mimosa, felina, como una serpiente, ciñéndosele cariciosa:
– Sí, mi Juan, barbarote; te quiero, pero no quiero avergonzarte ante nadie de mi amor. Sé prudente. ¡Podemos ser tan felices sin estas asperezas! ¿Me lo prometes?
Callaba Juan, y algo había en el fondo de su corazón que le impedía expresar lo que pensaba.
Mimosa, le echó los brazos al cuello:
– ¡Bruto, brutote mío! eres el más guapo de todos. ¡Qué atroz! ¡Qué patada le diste al idiota aquel! Esas cosas se desprecian; ya le hubiera contestado yo como se merecía.
Le besó en la boca, con un largo beso de aquellos que, al profundizar la lengua entre los dientes de lobezno del cazurro, buscaba la otra, torpe y pesada, de él:
– ¡Nene, machito mío!
Aquel gesto del amante la había excitado, despertando en ella un huracán de deseos.
Lo arrastró hasta la alcoba, toda azul Prusia, de pesados cortinajes de terciopelo, gran cama de madera pintada del mismo color y colcha y edredones de azul más intenso. Una gran colgadura de seda la cubría, y del techo, de la corona en que remataba la especie de campana de seda que encerraba el lecho como una especie de tienda de campaña a medio desplegar, caía la luz sobre él.
– Anda, no seas malo. Vamos a hacer las paces. Quítate la chaqueta.
Obedecía él avergonzado. Cada vez se sentía más esclavo de aquella mujer, y en el fondo de su alma sencilla, ajena al bien o el mal, comenzó a brotar una flor de desencanto, aquello le iba pareciendo que no estaba bien.
– Todo; quítatelo todo.
Ella tenía prisa, y en un santiamén quedó con las medias y los zapatitos tan sólo. Unas medias negras de tul, estiradísimas, que elegantizaban las divinas pantorrillas, gorditas, y los muslos morenos, carnosos y prietos.
– ¡Qué calma, hijo!
Se acercó a él, y a puñados le arrancó la ropa. Desnudos se introdujeron entre las colgaduras, cayendo sobre el lecho azul, azul intenso.
Mabel apretó un botón, y la luz cayó de la altura como una ducha luminosa, quedando los cuerpos iluminados sobre el fondo negro, como tallados prodigiosamente.
Ella tuvo una idea diabólica. Quería que el fuerte, el varonil, el hombre que había sabido mostrarse en toda su masculina gallardía, descendiera a la caricia que todavía no le concediera; que aquel beso rabioso de ña otra vez fué para ella más de fiereza que de amor.
Se echó de espaldas, y cruzando las manos tras la nuca, pulcramente afeitada, que daba con la corta melenita azabache un aspecto de chiquillo vicioso a la picaresca carita de ojos verdes, suplicó:
– ¿Me harás lo que te pida?
– ¿El qué?
– Bésame ahí.
Al decir esto se ofrecía como una fruta abierta, separando la maravilla de los muslos redonditos y mostrando en todo su esplendor el negro manchón del sexo, que como un hachazo dividía la procelosa vegetación.
Le echó las piernas al cuello y lo atrajo hacia sí.
¡Era su esclavo!
Vaciló el joven. Pero una extraña onda de lujuria le acometió, y fascinado por los rasgados ojos que le sonreían, alucinado por los duros pechitos que se alzaban como flores de atrayente lascivia, débil ante la súplica de la lindísima viciosa, cayó, rojo de vergüenza, hundiendo su cara de macho claudicante en la hoguera su cara de macho claudicante en la hoguera que el deseo encendía en los húmedos rubíes de la femenina entraña.
Besaba, besaba…; pero no era aquello, no; no era aquello lo que ella quería, y llevando sus deditos a la boca de él, le dijo:
– ¡Con esto…, aquí…, tonto!
Torpe, inició él un ataque, y en aquella impericia encontraba ella su más dulce placer. Como si condujera su Citroën, le llevaba, tomándole de la cabeza, a los sitios más vulnerables de su atormentada sensibilidad.
– Sigue…, vida…, así… ¡Qué bueno!
Loca le estrujaba con la gloria firme de sus muslos, que el placer fustigaba. El vientre se dilataba en fieras palpitaciones, y a veces, alzándose sobre los riñones, restregaba por toda la faz del galán, desde el fin de la columna vertebral a la madeja triangular que coronaba su ardorosa herida.
– Ven…, ven. Sube.
… Y, congestionado, se alzó, cayendo sobre ella, poseyéndola en un fuerte abrazo de gañán potente y fiero.
