«… al mirarme te detuviste, fue una sorpresa para ti el saber quien sería …»
por JANE CASSEY MOURIN
Había cumplido dieciocho y mis amigos me llevaron a ese lugar, era el más chico de todos, el último en convertirse en hombre, yo estaba reticente, en realidad no quería ir, pero su insistencia doblegó mi esfuerzo.
El lugar estaba lleno. Gritos por todos lados, alcohol, mujeres desnudas bailando sobre las mesas, sentadas en el regazo de hombres desbordados en deseo.
Esa noche saliste a bailar con una máscara, pero tus tatuajes te delataron. No podía creer lo que mis ojos veían, me negaba a aceptar que estabas ahí, en el escenario principal, quitándote la ropa poco a poco. Es la dama sin rostro, dijo uno de mis amigos, todos nos hemos estrenado con ella, es fabulosa, te va a encantar.
La piel se me erizó y el estómago comenzó a dolerme, traté de escapar, no quería estar ahí, no quería que me vieras, pero ellos me detuvieron y me llevaron a un privado, ninguno se movió de ahí; expectantes, queriendo ser testigos de la forma en que un niño se convertía en hombre; entonces llegaste tú, completamente desnuda, solamente cubriendo tu cara, saludando a los chicos como si fueran viejos amigos pero, al mirarme te detuviste, fue una sorpresa para ti el saber quien sería tu próximo cliente. Vi la duda en tu mirada y los ojos nublados bajo la amenaza de las lágrimas, te vi mirando a los chicos, dándote cuenta de que habías tenido sexo con los amigos de tu hijo; pero la cuota estaba pagada y tu eras una profesional.
Te acercaste a mí, colocaste tus piernas a los costados de mi cuerpo, sentada sobre mi regazo, de frente a mí, colocando tus senos al alcance de mi boca, antes de comenzar a bailar. Sentía la curvatura de tus glúteos sobre mi miembro que poco a poco se iba endureciendo, no podía apartar la mirada de tus pechos y no pude controlar el que mis manos los tomaran con fuerza, sintiendo el sudor que los humedecía, la dureza de tus pezones.
Tu cuerpo fue siempre una tentación para mí, te veía por la casa con la ropa ajustada, pensando en la forma que tendría tu cuerpo bajo la tela; todas las mañanas te abrazaba con fuerza para sentir tus senos en mi pecho, un premio de consolación al saber que nunca podría tenerte, que jamás serías mi mujer; pero esa noche las cosas fueron diferentes.
Mis amigos silbaban y me animaban, mientras tú y yo nos mirábamos a los ojos; no decías nada, pero no apartabas tu mirada. Te tomé de la nuca y te atraje hacia mi, nuestros labios se encontraron y nuestras lenguas se conocieron. Sentí tu entrega mientras mi mano bajaba a tus labios y te robaba un gemido al comenzar a acariciarlos; ya no tenía ninguna duda, esa noche serías completamente mía.
Bajé mis labios besando tu cuello y tus hombros, hasta llegar a tus senos, los besé con descaro y lujuria, disfrutando de ellos, perdiéndome en su aroma, los mismos que una vez me alimentaron, aquellos que cuando niño sirvieron de almohada para acompañar mis sueños. Te apartaste un poco, desabrochaste mi pantalón y poco después mi miembro quedó desnudo ante tu mirada de sorpresa, te mordías el labio al verlo mientras lo tomabas con tu mano, atestiguando su firmeza.
Te pusiste de pie y me diste la espalda, te restregaste un poco en contra de mi endurecido miembro, te sentaste en él, haciendo que la penetración fuera lenta, dejándome disfrutar la calidez de tu interior, centímetro a centímetro mientras avanzaba cada vez más, hasta que no hubo más a dónde avanzar; te movías con sensualidad, parecías disfrutarlo casi tanto como yo, cuando me dí cuenta de que estaba haciendo el amor por primera vez, con la mujer que me dio a luz, con quien estaba gimiendo de placer al sentir a su hijo dentro de ella.
Tus movimientos aceleraron mientras yo ponía mis manos en tus caderas, jadeando del placer que me causabas, escuchando los gemidos que escapaban de tu garganta, sintiendo que el mundo había desaparecido mientras tú y yo hacíamos el amor.
Exploté en medio de un placer antes para mí desconocido, experimentando las convulsiones de mi miembro que expulsaba copiosas cantidades de semen, llenando el lugar del que alguna vez fui expulsado, sintiendo la calidez de tu vientre, regresando a mi origen.
Dejaste de moverte, respiraste profundamente y te pusiste de pie, despacio, sintiendo cómo tu hijo, nuevamente, abandonaba tu cuerpo. Mis amigos vitoreaban. Yo apenas podía pensar. Caminaste hacia la salida, con mi esperma derramándose por tus piernas, goteando sobre una alfombra que había sido testigo de la máxima expresión de amor entre una madre y un hijo. Por un momento pensé que te irías sin más, pero detuviste tu andar, tu cuerpo giró hacia mi y nuestras miradas se encontraron. Una sonrisa se dibujó en tu rostro, un guiño apareció y luego un beso a la distancia me fue enviado desde los labios de mi madre, dejándome ahí, rodeado de los chicos, preguntándome ¿Qué pasará cuando llegues a casa? Cuando me veas y me preguntes ¿Qué tal estuvo tu día, hijo?