LA CENA DE NAVIDAD

«… insistió en bajar en busca de sus poderosas nalgas …»

por TEODORO NDOMO

Ambos cursamos el último año de Sociología en la Universidad. Bueno, Lucas ya está fuera hace dos años. Yo, desde que la vi en Secretaría, me empeñé en volver a suspender. Goretti recibió mi solicitud de matrícula de mala gana y sin mirarme. A mí se me escapó un “cógemela bien”. Automáticamente me quedé pálido ante la osadía de mi voz interior. No supe reprimirla ante la visión de aquel maravilloso y dadivoso pullover de punto y cuello alto, que no supo retener la perfección de sus glándulas mamarias. Levantó la cabeza y lejos de ofenderse, ante mi hieratismo expectante por mi lengua larga y osada, sonrió a sabiendas que mantuve un segundo la mirada en sus espectaculares senos y respondió: “ya quisieras, campeón”. Reí sorprendido y sus ojos me calmaron. Me calmaron y me sodomizaron cada día incluso cuando supe que era la madre de Lucas. Lejos de frenarme, me sirvió para poder verla más a menudo. Y así han pasado dos años y medio.

Hay algún motivo por el que la Cena de Navidad me sacude y me desata. Quizá el recuerdo de mi primera vez. Quizá el calor de un hogar que nunca tuve. No sé. Ya no trato de psicoanalizarme. Ahondar en mi materia gris no hace sino frenar mi espíritu navideño. Quiero que siga siendo la mejor época del año para mí. Incluso por encima de mi nacimiento. Por encima de ese año astral ignorante, estúpido y egoista. Este año no iba a ser menos. Tengo ganas de tener esa descarga que recorra mis nalgas y libere mi cuerpo de toda miseria contenida.

Voy a casa de Lucas, con sus padres. Unos progenitores de manual y de catálogo nórdico. Sonrisa abierta y perenne, son vida. Fue cruzar la puerta y recibir un primer impulso irrefrenable e irracional. Follarme ese maravilloso traje que no dejaba paso alguno a la duda. Un cuerpo que gritaba guerra. Unos ojos que me atravesaron y desnudaron el formalismo y el veto a lo correcto. El sonrojo me delató aunque no me preocupó. Quería rendirme y que me viera.

La Cena de Navidad es símbolo de intimidad, de fuego lento, de calor y abrigo, para combatir y…  perder.

Y allí estaba ella para perderme. Pelirroja. Con cuarenta y siete vueltas al Sol. Para dejarse morir al suicidio descontrolado de un recien licenciado con casi la mitad de sus años.

El preludio de las copas para el brindis de bienvenida, ayudó a la desinhibición. Fue recíproco. Lo intuía y comencé a valorar cuándo debía intervenir para corroborar mi impulso al entrar en la casa. 

El primer peldaño, lo subí al acceder a la cocina, aprovechando el interesado cuidado de las formas de cortesía del invitado. Recogí varios platos y vi de reojo a Goretti seguirme con un par de ellos más.

Soltamos los platos en el fregadero y sin cruzar palabra la agarré de la cintura y le mordí el cuello furtivamente. Soltó un maullido ligero y me separó con sus nalgas ceñidas al verde vestido, acorde con la ocasión navideña y con el semáforo que me había dedicado. 

Ese era el juego que llevábamos hace un par de meses, cuando ya decidí que quería ese cuerpo y cuando me di cuenta que ella quería el mío. Pero hoy quería subir más peldaños. 

– ¿Otra copa Roberto?

– Goretti, lo que quiero es desabrocharte ese vestido. Me envalentoné a no dejar duda alguna de mis pretensiones de regalo navideño.

– Querido, respeta un poco el momento. ¿Sabes que no estamos solos?, me sonrió casi morbosa.

Y volvimos al salón con un par de copas más de cava, en el que un inocente Lucas y un cornudo padre, preparaban el espacio para acoger su mítico karaoke.

Cómo no, Lucas y yo, a por Chiquilla, como siempre: “Tengo una cosa que me arde dentro…”, a grito pelado y mirando a una Goretti cómplice, mientras abrazaba al inocente banquero sonriente y ajeno a mis intenciones con su espectacular mujer.

El turno del banquero. El insulso y blandengue “Como un burro amarrado a la puerta del baile…”, como si previera las intenciones de su querida Goretti conmigo.

Y llegó ella al micrófono, “ ¡Quita Jan, me toca!”, gritó algo desaforada por el alcohol.

Y se arrancó, vaya que si se arrancó. 

Marylin combinada con Jessica Rabbit para que ardiera con “I wanna be loved by you, just you, nobody else but you”.

Fuego, un auténtico fuego en la mirada.

Y tocó el postre al karaoke: bailar. Primero el trenecito navideño con Bonney M., hasta dar con las lentas de turno del Kenny G más obsoleto. Incluso en ese momento, cuando ella abrazaba a su maridito, yo disfrutaba de ella. Cuando su querido Jan insistió en bajar en busca de sus poderosas nalgas, Goretti le sonrió pues sabía que era el momento en el que el alcohol estaba haciendo estragos en el enclenque padre de Lucas.

– Ya verás cómo nos vamos pronto, que mi madre se lo lleva ya a la cama. –dijo Lucas sonriendo ante la visión de su padre a cuatro patas en cuanto ella decidiera subirlo al cuarto.

– ¿En serio?, ¿tu padre va a dejar la fiesta a medias?

– Seguro y yo paso y aprovecho en ir a ver a Carlos. ¿Te vienes?

– No tío, yo me lo paso bien contigo, pero cuando está con Carlos pareces un putón todo el rato en el cuello. 

– Envidia Roberto. Sabes que tiene más rabo que tú.

– Todo tuyo. 

Efectivamente, bajó Goretti sola. Ya no tenía el traje con el que me encandiló la noche y se había enfundado un prosaico, pero ajustado chándal.

– Chicos, yo voy a recoger esto un poco y tirar la basura. Así que a la puta calle a vacilar con los de su edad.

– Ya recogemos contigo Goretti –me adelanté cortés y con ganas de más madre maciza.

– Madre, buena interpretación, me largo con Carlos que ya me espera.

– Oye, Rodolfo Valentino, que esto no se recoge solo, –le reclamé.

Y se largó tan feliz en busca de su rabo.

Giré la cabeza negando ante la jeta de mi querido amigo y encontré la mirada escrutadora de Goretti.

– ¿Tú eres algo imbécil, no?

Acto seguido, se quitó la sudadera y dejó a la luz un hermoso top de gimnasio que hacían reflotar la hermosa balconada de sus pechos.

– Tu marido está arriba… –dije colorado y sin dejar de mirar la exuberante mujer que tenía ante mis ojos.

– Sí, lo sé –contestó mientras apoyó los antebrazos en el sillón a sabiendas que sus pectorales mostraban un canal listo para abordarlo.

Y me enredé en sus senos hasta convertir los pezones en ondas de radio que sintonizar. Las prisas por alcanzar el calor de su vientre las reprimí. No quería someter aún mi lengua a recorrer sus labios verticales. Extendí sus brazos para devorarlos con mimo. Grabé cada gemido en el recorrido hasta llegar a la palma de su mano abierta y oferente, paciente a que lamiera cada huella.

Su cuello mostró el camino a seguir: el calor de querer escuchar el recorrido hacia El Dorado. 

– Hazme lo que desees –me aulló.

– Deseo que confíes –contesté, prometiendo, con ello, que no se iba a arrepentir.

Y giré su cuerpo. Contemplé la diosa que es. Orgulloso de su entrega, quería compensar su arrebato de pleitesía. 

Azoté una de sus nalgas y hasta a mí me sorprendió su gemido ahogado.

– Cuidado, tampoco hay que insistir en despertar a Jan.

Y caí derrotado cuando se dio la vuelta y tiró de mi cinturón. Y tragó. Como si esperara ese momento desde aquella primera vez en Secretaría. El ansia le llevó a soltar una pequeña arcada, ante lo que retrocedió y me miró, mientras relamía mi cimbel triunfante.

El paraíso fue conquistado. Me esforcé en retirar suavemente el pantalón, mientras ella seguía trabajando con sus labios de Hermés que aún no se había retirado. Suavemente, acompasé el ritmo de succión para mi deleite. Sabía que no podía mantener más la situación. Estaba viviendo un sueño de poluciones nocturnas y no quería acabar como un infante derrotado pronto por una auténtica mantis perversa, como se estaba demostrando.

Así que retiré su cabeza con cuidado y la tumbé en el sillón. Le quité el ceñido pantalón de chándal y separé sus muslos tonificados en busca de paladear el valle prometido. 

El arqueo de su espalda me demostró que iba por buen camino. No es que tuviera gran experiencia con mujeres de esa edad, más bien ninguna, pero mi sorpresa fue grata al ver que su miel era vida. Que su acidez era perfecta. Que su vello era suave y completamente mullido. Y entonces la penetré, primero con suavidad, para detectar cada centímetro cuadrado de aquel hermoso vergel. Cuando detecté que iba a gemir de nuevo, le cerré la boca con cuidado a lo que me respondió con un mordisco que tuve que aguantar estoicamente. 

La hice girar con cuidado y me dediqué a embestirla mientras tiraba de su largo y rojo azufre que imaginé que emanaba su melena. Reprimir una nalgada, pero pellizqué mientras con la otra mano dejaba que me la mordiera para evitar un grito que incomodará al bello durmiente.

Cuando noté que mi esfínter quería gritar, susurré un “me corro” en la oreja. Ella se retiró y me mostró su vientre para decirme “aquí, córrete aquí”.

Sentados al sillón, como dos recién salidos de una sesión de spinning, sudorosos y sonrientes, nos dimos la lengua como un brindis al espectáculo ofrecido.

***

– ¿Qué tal anoche con Carlos? –pregunté a un mosqueado Lucas.

– Pues bastante mal. Tuvo mal beber y me dejó a medias tumbado en la playa.

– ¿Y tú con mi madre?, ¿acabaron pronto de recoger? –me sorprendió y asustó al mismo tiempo la pregunta.

– No sé tu madre, a mí no me dejó ayudar mucho –intenté esquivar.

– Imagino, mi madre, cuando se pone, … se pone.

Y abrimos el maletero del coche para sacar los regalos y volver al escenario de una noche navideña de intimidad, de fuego lento, de calor y abrigo, … donde dejarse perder, fue ganar.

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