«…De camino a casa tuve que parar para saciar la mano que mecía mi palanca…»
por TEODORO NDOMO
La tontería de usar «Spanish Fly» me está llevando por el camino de la amargura. Tenía que haberlo previsto, pero al leer el pseudo prospecto, no pude resistirme a probarlo: «(…) potencia tanto los sentidos, como la sensibilidad a las respuestas sexuales (…)». Eso sí, debí probarlo yo antes. Más bien debí haberlo probado con ella. Y mejor todavía, debí haber preguntado si quería probarlo.
Ante el «no», preferí callar. Ahora pago sus consecuencias.
La primera vez fue mejor de lo esperado. Me miró y ya con eso casi mancho el pantalón. Fue durante la cena de un viernes en el que aproveché y preparé el ágape. Le serví vino mientras le hacía esperar incauta en el salón, donde había preparado una mesa impecable. En esa primera toma le puse una pequeña dosis de la famosa cantárida. Ella hizo sonar a Sade en el equipo de música mientras y la vi de espaldas. Justo ahí, verla con ese pantalón que le hace una cintura vertiginosa y un trasero de lujuria mientras se dejaba seducir por los acordes, pensé que quizá no hacía falta el extra de la tienda erótica. Me acerqué y acompañé su preciosa curva con una mano mientras la otra recorrió hacia arriba la cúspide hacia uno de sus pezones. Besé su cuello y me retiré con la queja en forma de maullido que me ofreció sin mirar.
Y entonces comencé a errar en el cálculo. En la crema de verduras le añadí Fly de nuevo. Y luego en la salsa para la carne. Y rematé la faena dejando caer el resto del bote sobre la ensalada de fruta a modo de postre.
Comimos con pausa y sin hablar. Sus ojos clavados en mí y sin parar de repetir vino y sin parar de comer como si pidiera el final del primer acto previendo el tsunami postpostre. Yo no dejaba de sonreír como un bobo. Palpitaba mi cuerpo pero con una mezcla de responsabilidad y culpa pues había despreciado la reacción que podría tener en su cuerpo el afrodisíaco. Pero sobre todo, le estaba fallando a su confianza. Le estaba fallando por querer estar follando. Y es que solo pensé en gerundio. Todavía guardo en la retina esa mirada durante la copiosa cena. Al llegar a la fuente de fruta, devoró con mano insaciable las fresas maceradas en el líquido perverso. Cuando llegó al plátano se lo paseó por los labios mientras practicaba leves mordiscos. Me sequé la comisura de los labios y dije que iba a hacer el café y preparar unas copas como guinda. Retiré los platos y le pedí que me esperara en el salón.
– Lo intentaré -respondió.
Y cuando estaba preparando las copas de cava en la cocina con trozos de chocolate negro, me sorprendió por la espalda apretando mi pequeño paquete crecido ante el envite proporcionado minutos antes. Me susurró un beso en la nuca y un mordisco con paseo de lengua en el lóbulo. Cerré los ojos y ella me dio la vuelta separándose para que la viera en su plenitud.
Y ahí estaba. Había aprovechado que tardaba con el café y con las copas para desvestirse y «vestirse» con aquella malla, con aquel liguero, con aquellas medias, con aquel tanga, con aquel corpiño, con aquellos tacones, con aquellos guantes Gilda, con aquella careta… y ahora, con su copa en mano.
Sonreí con cara de Bond sobrado. Y entonces ella fulminó la copa de un trago y se pasó el antebrazo por los labios a modo de Catwoman en plena toma de leche gatuna. Fue directa a la cremallera. Retiró el cinto y sacó la única cabeza con la que estaba pensando yo esa noche. No fue necesario que la pusiera erecta. Para eso me basto y me sobro con mirarla y pensarla.
Succionó, chupó, lamió, agitó y me miraba tras la máscara sin tener que explicarme que me esperaba un derroche brutal con vigilia incluida. Temí mi derrota prematura por lo que pretendí separarla sin éxito. Y entonces me penetró… Utilizó que yo tenía las piernas separadas, y por ende las nalgas, para usar el mismo juguete con el que le obsequié la navidad anterior. Eso sí, noté que tuvo el detalle de lubricarlo. Apreté esfínter para decirle, sin palabras, que debía retirar el artilugio. ¡Qué torpe!… Al apretar, lo que conseguí era que notara más el nuevo intruso unido al ataque incesante de esa boca insaciable y desesperada. Logró que cayera una lágrima. Logró que derramara un grito. Logró que me encorvara de un placer que me invadió por completo, sacudiendo todo mi cuerpo y mi mente.
La maldita mosca me había atrapado. La mosca que puse de señuelo para satisfacer mi necia y terca gula sexual estaba logrando invadir mis entrañas, plantando su semilla de confusión. Me acordé mucho de la madre que parió al gato.
Ella pasó de mordisquear lujuriosa la fruta y beber cava frugalmente, a lamer y relamer la pulpa condensada de mi verga todavía dura pero exhausta.
No contenta con haberme secado las entrañas, sonrió satisfecha y me largó el siguiente castigo:
– «…ahora me toca a mí…»
No me duele en prenda confesar que mareé un segundo. Nunca hubiera dicho eso antes. No me hubiera atrevido a frenar ese ímpetu antes.
Esta vez hubiera echado el freno y puesto candado hasta un par de… semanas después.
Se giró dándome la espalda. Se agacho y agarró el reo condenado al suplicio inhóspito al que me tenía sometido… por mi culpa.
Enchufada mi lubricada verga, empujó sus poderosas nalgas contra mi ombligo. Tuvo que ser graciosa la caída del juguete desde mi culo desvirgado. Hubo liberación y cierta ausencia con nostalgia.
Lo que primero fue un ligero vals con cadencia elegante, continuó hacia un terremoto en el que me dejé embaucar. Un oleaje del que no sabía salir y ni siquiera sabía si quería salir.
Ya que mandaba mi particular amazona vestida de felina y que me manipulaba a su antojo, quise tener un momento las riendas y saqué mi verga de la casilla número uno para dirigirla a la número dos un poco más arriba. Me paró y me dijo que esperara. Me hizo caminar como pingüino en el chiste y me llevó de vuelta al salón, no sin antes recoger el juguete odioso y entrometido.
-«…tranquilo, esta vez es para mí…»
Se tumbó de lado en el sillón y comenzó a mirarme juguetona mientras se autocomplacía con ritmo. Y entonces me acoplé… y me retiró de nuevo. Me dejó de pie y volvió a tragarse mi envalentonada polla mientras seguía jugando en su campo de flores. Realmente fue una excusa para incorporarse y recoger un lubricante que había traído (ahora entiendo) junto al amigo nuevo que la poseía en ese momento.
Volvió a retirarse mi trozo de cerebro al sur y me cedió el testigo del aceite para derretir cerraduras. Me puse a ello. Primero masticando nalga, luego haciendo intervenir mi lengua y comencé a aplicar el roll-on desatascador.
Y volví al acople. Ahora entraba como si no hubiera puerta alguna. Con suavidad llegué hasta donde pudo mi físico, notando el tacto de entrada y salida del juguete que blandía y usaba ella con sumo gusto.
A partir de ahí, correrme en su espalda agotó mi angosto cuerpo y dejó maltrecha mi visión. Ella terminó con un gemido, cercano al grito, que me despertó del letargo en el que me abracé por segundos. ¿Qué hizo tras esta bacanal? Pues volvió a matarme queriendo sorber hasta el último jugo de mi néctar famélico y aseguro, que de mi asustado ser.
Desperté como nunca, antes de que amaneciera. Su atractiva silueta hizo que dibujara una sonrisa nerviosa pero también un entrecejo de estupefacción ante el recuerdo del salvaje sadismo al que me enfrenté esa tarde noche.
Me incorporé y no caí en la cuenta de que ella estaba de pie junto a la ventana sin respuesta. Susurré su nombre y no me respondía. Me levanté y besé su hombro. Quedé de piedra cuando confirmo que estaba con los ojos abiertos mirando a un horizonte eterno. Volví a susurrar su nombre y caigo en la cuenta de que no me responde porque estaba dormida. Sacudí suave su cuerpo y por fin me miró sonriendo. Me asustó. Pero no le dimos vuelta a la reacción sino al frío que ella sintió y a su agradecimiento cuando la atrapé de espaldas para darle cobijo.
Volvimos a la cama y descasamos un par de horas.
¿Un par?…
Desperté con una agradable punzada entre las nalgas y los riñones. Pero con la misma me levanté sobresaltado. ¿Una mamada?, ¿estaba recibiendo una mamada?. No entendía nada. Pero callé y cedí bellacamente. ¿La mosca? Y no paraba. Y gemía. Y con una mano agarraba mi manubrio mientras con la otra buscaba su entrepierna. ¿Qué estaba pasando?
Ella se corrió con un grito ahogado e inmediatamente frenó el uso de mi sexo para quedar redonda a mi lado. ¿Me dejó a medias?
No entendía nada. Quedé desvelado y preocupado por la azarosa noche. Quién lo iba a decir? Iba a dejarla dormir, pero no pude esperar al sol. Zarandeé levemente su hombro y noté que despertaba cansada y no era para menos.
No sabía de qué estaba hablando, me dijo. Llegué a enfadarme por lo que consideré un vacile. Pero hubiera sido algo repugnante por mi parte tras el uso de la ayuda cantárida. Así que preferí callar y dejar pasar el tiempo. Encima había comida familiar que satisfacer, a la que me había negado ir con rotundidad indomable, casi tanto, como mi capacidad para cambiar de opinión, precisamente al haberme ofrecido la noche de autos que me encargué solito de maximizar su eficiencia con la sórdida mosca.
Pasé el trago familiar bastante lento, pero no por lo que se podría suponer. Cada oportunidad de rozar mi pene fue aprovechada con alevosía y nocturnidad. En una de las ocasiones sudé y no precisamente por la frente. Le pedí que frenara, pero sin mucho éxito. De camino a casa tuve que parar para saciar la mano que mecía mi palanca. Las copas de la cena parece que reactivaron el afrodisíaco insecto. Así que sacié la susodicha mano (intolerable su actitud que no me permitía conducir), su boca y luego su lujosa y confortable cadera de manera que llegamos rendidos a la casa. En menos de 24 horas habíamos tenido más sexo del que se tuvo durante el último mes.
Una ducha sirvió para perfilar la noche tranquilamente. Desnudos pero con el «trabajito» hecho.
Y de nuevo esa peculiar punzante y placentera descarga sobre mis nalgas. Sin moverme, noté que de nuevo las manos fueron al pan. De nuevo su lengua recorrió mi verga. Esta vez pude comprobar que, sin género de dudas, estaba dormida. Como mi segundo cerebro va por libre, podía mantener su vigor aceptando el «castigo», pero decidí tomar cartas en el asunto en cuanto terminara. Cobarde y aprovechado, así estuve dos semanas. Callado y consciente de la fechoría.
Y así pasaron dos semanas más. Dos, después del primer mes tras la primera experiencia tras el vuelo de la puta mosca.
Decidí tomar cartas en el asunto cuando no pude quitarme de encima su radiante culo. Cuando me hizo llorar de dolor pues no paró a pesar de mis súplicas. No quise despertarla pues estaba considerando las orgías nocturnas como un castigo ante mi total desfachatez y ahora vergüenza y cobardía de no confesar el mal uso de la corrupta mosca. Y digo orgías porque llegó un momento que la nombraba de diferentes maneras. Le escuchaba diferentes nombres y pasé de la miel a la hiel y a la inversa. Decidí mantener mi «anonimato» y di vida a la célebre frase «llámame como quieras».
La veía gozar y la gozaba.
Ni me planteaba sexo despierto. ¿Para qué más?.
Iluso estúpido…
Un día normal, de una jornada normal, surgió lo que tenía que pasar. Me cansé. No era amarla. Era follarla. No era sexo, era abuso.
El remordimiento me ganó. Me armé de valor y ahora estoy aquí. Sólo. Con mi mosca cojonera. Ella no me ha perdonado. Yo no sé recuperarla.
No hay reproche. Maldita mosca.