«…Sus manos no querían quitarme las bragas y desfilaron a separarme los muslos…»
por TEODORO NDOMO
Una notificación …
Blanco y en botella. No puede ser que cada vez que decida parar y resetear, surja un imprevisto. Cada vez que busco la paz de escuchar tijeras al aire, debo atender ese zumbido del que huyo en esta playa, a dos manzanas de la oficina.
Felisidad, se llama la peluquería. Hay que joderse. Con S. Quién lo iba a decir, con lo puñetera que soy con las faltas de ortografía y me metí en semejante antro. Caí por casualidad. Un verano en el que el calor terminó de decidir por mí que la cabellera debía arrancarla de cuajo. Aún recuerdo los ojos de la peluquera cuando le dije que cortara sin miedo, que le avisaba.
A pesar de que me cuesta recordar su nombre, seis cortes llevo ya. Pero es que nadie ha sabido encontrar el placer que me produce entrar ahí. No me habla salvo lo justo. Saludar, pedir disculpas para colocarme la bata, y desde que sabe cómo me gusta el corte, cierro los ojos, hasta que me despido y me da las gracias. Una media hora en la que me sumerjo y no oigo sino burbujas de masaje y el repiqueteo de sus tijeras. La primera vez quedé erizada y anclada a la silla. La horrorosa fachada de su edificio debía haber sido suficiente cartel para prohibirme entrar. El calor y el preciado tiempo con el que contaba, hicieron que sucumbiera y entrara. Bendito calor.
Hoy necesitaba de esas tijeras.
Volví a torcer el gesto con desagrado al leer el cartel. Un día de estos le pagaré con un buen neón corregido. Como siempre, el salón vacío. Ella sentada revista en mano. Descruzó las rodillas y se incorporó para saludarme. Curioso que una peluquera esté casi siempre con redecilla, ocultando la materia prima que ella misma debe ofrecer como escaparate. El marketing, desde luego, no era lo suyo. Si se dejara, y yo tuviera tiempo, le pondría un local decente y un cartel acorde a lo que me ofrece. Además, siempre apretada en esas camisas que no retienen esas impresionantes mamas.
¿He pensado en sus mamas?
Me senté y reconocí un leve sudor frío en el espinazo. Sin duda es el comienzo de esta tricofilia mía.
– ¿Como siempre?
– Efectivamente.
Y comenzó el baile.
Quizá era el calor o quizá el cansancio, pero noté que estaba entrando en un duermevela.
Me dejé caer.
– Nunca te he preguntado el nombre.
– Pues no.
– ¿Y me lo vas a decir?
– Delia.
– Para ser peluquera, hablas muy poco.
– ¿Cuánto debe hablar una peluquera?
– Pues…, comenzar por hablar del tiempo, de temas de la semana o del día; de temas que hagan que el tiempo sea más llevadero mientras trabajas.
– Yo lo que necesito que el tiempo sea llevadero cuando vienes.
¿Me ha dicho “…cuando vienes…”?
Abrí los ojos y me encontré sus maravillosas aureolas a mi espalda mientras las tijeras repiqueteaban en el aire.
¿En el aire?
– Sí Helena, en el aire.
¿Delia escuchaba mi mente? Primero me quedé paralizada, pero cuando ella puso sus manos libres en mis hombros rígidos, me desarmó.
Desde el espejo vi su aliento en mi oreja. Desde el espejo noté su lengua en mi hombro. ¿Ya solo tenía la ropa interior?
– Sí Helena, relájate. ¿Por qué crees que cuando llegas estoy sola? Desde que viniste la primera vez, he cancelado todas mis citas esperando tu entrada.
Y continuó recorriendo mi cuello a mordiscos.
Las tijeras seguían su música y Delia masajeó mi cabello logrando que empezara a morderme los labios. El masaje continuó por la sien, recorriendo mi mentón y saltando sus manos al vacío para posarse en el balcón de mi estrenado Chantelle, de transparencia, negro. Delia pasó al frente y recorrió una teta, ya liberada, con su lengua. Un mordisco en el pezón me hizo gemir de dolor agudo; y quise más. Ella lo sabía. Ocupó el otro pecho libre con su mano y pellizco.
Siguió besando hacia el ombligo. Sus manos ocuparon el espacio del sujetador y comenzaron a bajar rumbo a la cintura.
Recorrió mi coño con su nariz. Presionó mi clítoris, algo brusca al principio. Sus manos no querían quitarme las bragas y desfilaron hacia los muslos con idea de separármelos. Su hábil lengua se ayudó de los dientes para retirar parte de la lencería. Lo justo para que sus papilas gustativas se impregnaran de mi primer líquido.
Me encorvé de gusto y apremié su cabeza para que metiera su lengua hasta donde pudiera.
Las tijeras seguían cliqueando y mi pelo se iba transformando en agujas que me derretían.
Cuando abrí los ojos, noté saliva en la comisura de mi labio.
Delia me mostró en el espejo la creación del día y la miré fijamente mientras le entregaba los 24$.
– ¡Gracias Helena!
Salí a la calle triunfal. Como cada vez que salía de aquel antro. Poco me importó que empezara a caer una lluvia veraniega e incómoda sobre mi pelo recién trabajado.
Cuánto goce en esa mísera peluquería, pensé. Y frené, de repente, antes de entrar al edificio de oficinas de rutina diaria.
¿Cómo demonios sabe mi nombre?