EL SECRETO DE MARIE

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«…se acercó aún más. Me rodeó ágilmente y se puso a mi espalda….»

relato de Teodoro Ndomo

Harta de dar rodeo para no atravesar el bosque.

Harta de no entender el pánico que me han inculcado desde pequeña.

Pero harta también del calor que azotaba este otoño, justo cuando comienza la recolección de setas. 

Esta vez no voy a rodear. He decidido atravesar y conocer el bosque. No puede ser que un lobo tenga a tanta gente asustada. Además, el lobo ya debería haber salido alguna vez fuera de su refugio. Nunca nadie lo ha visto en el pueblo.

Somos cuatro hermanas y estoy harta de no conocer sino la comarca de La Perrière, al estúpido recaudador de la Iglesia que rezuma el hedor de intentar someternos bajo sus ropas; y también harta de no haber entrado nunca al bosque para recoger algo más que las miserias que nos dejan los Señores de Oudon. 

Ahora que lo pienso, aún me río de Mathieu y de sus manos largas para la recaudación y largas que las tuvo para intentar preñar a mi querida hermana Marguerite. Suerte que ella está como una piedra y el energúmeno tuvo que huir con la bolsa llena y «sus bolsas» heridas.

Por ello me decido a dirigirme al innombrable Fôret. Somos una comarca demasiado temerosa. Ya no tengo nada que perder y mucho que consumir. Somos cinco bocas en casa y la abuela ya ni se mantiene en pie tras el palo que se llevó en su día del señorito de Oudon. Le dejó la secuela de sus nietas y las piernas dobladas de dolor.

Así que me he dicho: “Marie, coge tu caperuza roja y entra en el puto bosque a encontrar todo lo que puedas llenar en la cesta y a luchar con el lobo si se atreve a amenazarte”, – siempre me hablo para insuflar del valor que Marguerite sí que desborda. 

Me vino bien llevar la caperuza para no dañarme con la maleza nada más entrar al angosto y tupido bosque. Supongo que fruto del miedo instaurado, no hay camino franco por el que acceder. 

El calor incomoda, pero la capa me ayuda a no quemarme con el inusual sol otoñal y a no dañarme más de lo necesario ante la cantidad de ramas y zarzas que se ofrecen de bienvenida. Lo cierto es que poco duró el descalabro de esa primera frontera.

Me quité la capa y la acomodé en la cesta. Al poco ya pude comenzar a recolectar. Primero pequeñas bayas y moras, hasta encontrar piñones que no venían nada mal. Poco después, la frondosidad de las copas dejaban pasar una luz preciosa y a ratos cegadora. Bosque tupido desde fuera, pero por dentro nítido en su descuidado desorden natural.

Y allí me esperaban las primeras setas. Las sombras húmedas de cada tronco me ofrecieron viandas que nunca había visto. Una muestra de la ignorancia y el miedo que se ha apoderado de nuestro poblado. Nunca antes había visto setas y champiñones tan frondosos, no como las miserias recogidas cada año al otro lado, más cerca del río.

Sin darme cuenta, tenía un ruido de fondo que era placentero. Por un lado la brisa acompaña mi camino, pero luego me doy cuenta de que escucho un arroyo. Lo oigo y lo huelo. Perfecto, porque ya había llenado la cesta y el hatillo que había improvisado con la caperuza y el peso ya cansaba. 

Un espectáculo se ofreció ante mis ojos. Los árboles abrieron paso a una alfombra mullida de verde y salvaje césped, con un corte al medio para encauzar el pequeño arroyuelo que presentí. Parecía la plaza del pueblo cercano a St. Germain. Los troncos rodeaban la plaza atravesada por el agua. El sol encandilaba sobre una roca mojada que creaba un pequeño salto de agua. Me acerqué y desnudé mis dañados y cansados pies.

Refresqué mi rostro y mojé las mangas para volcar sobre mis hombros el elixir que estaba suponiendo el descubrimiento. 

Valoré el tiempo que me llevó llegar hasta allí. Arriesgué a pensar que estaba en el centro del prohibido bosque y me atreví a quedar desnuda hasta la cintura, para descansar mis nalgas en las rocas mojadas. Apenas había altura de agua. Un manjar apetecible. Un riesgo asumible que pudiera llegar nada ni nadie.

Justo cuando senté mis posaderas, caí en la cuenta que había despreciado al temido lobo.

Giré la cabeza en todos los sentidos buscando el miedo. No lo encontré. 

Marie, si no ha aparecido nada ya, es que el miedo ha podido con todos menos contigo”. Satisfecha, me decidí a traer a mis hermanas al día siguiente.

Cerré los ojos.

Escuché el bosque.

Sumergí el resto del cuerpo en el agua y escuché el río. 

La camisa empapada de vida. 

…¿Un bufido?¿Algo parecido a un rugido?.

Me pudo el pánico inicial y busqué refugio en la piedra. Completamente mojada, busqué con mirada escondida en todo el perímetro. Primero fue un movimiento suave y luego los arbustos se molestaron unos a otros agitados por algo más que simple brisa.

Sostuve un palo de brezo que me había procurado al entrar. Sabía que podría aparecer algo como el puto lobo o lo que fuera.

El miedo me estaba asustando.

“No Marie. Ya lo hemos hablado. No hay nada que perder.”, me dije envalentonando la mente y el cuerpo. 

El lobo se atrevió y sacó una pata de la maleza. 

¿Una pata?

Cierto que era algo negro…algo sucio quizá, pero me esperaba una pata peluda, imponente y desafiante.

Por contra, …

…eso era un brazo humano. 

“¡Sal, quien quiera que seas!”.

A cambio, solo encontré quietud en ese brazo.

De repente, el brazo avanzó y vislumbré el resto de cuerpo. Definitivamente no era un lobo.

Avanzó a cuatro patas, pero eso no era un lobo. De hecho…¿una loba?. Seguro. Fuera lo que fuera, tenía cántaros por pechos y unas caderas propias de una hermosa hembra. 

Felinamente, quiso acercarse. Me sostuve en la roca con una mano mientras mantuve firme la rama amenazante en la otra.

“¿Qué quieres de mí?”, grité intentando no mostrar miedo.

Siguió acercándose. 

Apenas a un par de brazos de mí, solo nos separó el ancho mínimo que tenía el pequeño arroyo: un cuerpo.

Una mezcla de miedo y de calor llegó a mí. Imponente me miraba sin recelo y sin temor alguno. Sin temor porque reconocí esa mirada en mi querida y envidiada Marguerite.

Me incorporé.

Me acerqué.

Superó el arroyo y se apoyó en la roca en lo que entendí que era un acto de ponerse a mi altura.

Comprendí su intención y me agaché.

Tomé su postura a cuatro patas apoyando también mis manos en la roca.

Sentí que era lo más hermoso que había visto jamás. 

Me acercó su mano a mi hombro cubierto por la camisa. Primero di un respingo, pero intenté que el resto de mis miedos no aparecieran. 

Nunca había visto animales salvajes. Lo más cercano era la vaca que hemos conseguido mantener a duras penas y el perro bobo que usamos de salvaguarda de la casa.

Si realmente este era el lobo del bosque, Marguerite tenía razón: el miedo es el arma más poderosa del hombre.

Me atreví y rocé su rostro.

¿Me lamió?

Me lamió. Y de repente se acercó aún más. Me rodeó ágilmente y se puso a mi espalda. 

Se subió a mi espalda y… ¿me quería embestir como el recaudador?.

Primero me asusté. Luego entendí que era lo que habría visto en el bosque. Lejos de frenarla, dejé que insistiera. Supuse que esa nueva experiencia para ella apagaría su sed de conocimiento y le haría descubrir que necesitaría algo más que una soberana mata de vello púbico para penetrarme.

Pero me gustó… No lo comprendí, pero me gustó. 

Ella insistió y cada vez más desbocada hasta que lanzó un gruñido que pasó a ser lo más parecido a un zarpazo de frustración en mi espalda. 

Tomé las riendas y me giré mirando fijamente sus negros ojos. Era un rostro limpio y mugriento al tiempo. La calmé y recosté cerca del arroyuelo. Comencé a acariciarla con la camisa mojada intentando descubrir su piel. 

Seguí con su cuello y ella giró la cara en señal de sumisión. 

Continué hacia los hombros y cuando me quise dar cuenta, dí rienda suelta a mi instinto y el animal salvaje quise ser yo.

Salvaje por libre.

Salvaje por no tener yugo alguno.

Salvaje y libre por primera vez en mi vida. 

Así que tras limpiarla con el cristalino líquido del afluente al Loira, me quité la camisa que tanta suerte tuvo de tocarla en primera instancia y lamí la turgencia de sus pezones erectos. 

Recorrí sus caderas y acabé en el valle negro que antes intentó sodomizarme. 

Y lamí.

Lamí hasta oir su gemido.

Lamí más allá de su goce.

Entiendo goce por agarrar mi cabeza y hundirla en su valle. Un alarido que sublimó en jugo exquisito como el de las ostras que abuela pudo robar una vez al señorito de Oudon, el único «regalo» que recibió en sus escarceos obligatorios. 

Y mientras aún salivaba su manjar, también yo derramé mi encanto pues mis dedos no quisieron dejar mi cuerpo sin premio. 

Desperté con algo de frío y la luz caída sobre el arroyo. Recogí las viandas y caminé triunfal por donde había entrado al «terrorífico» bosque. Como dijo Marguerite y no se cansa de repetir, el miedo se adueña del débil y se inventa peligros. 

Así que mañana volvería con mis hermanas al bosque, eso sí, en secreto. A mi abuela, no comentar nada. Podría largar por la boca, sin querer, la riqueza de alimentos que encontré y venga más a menudo Mathieu a aprovecharse de nuestro trabajo. No quisiera romper la magia del lugar que me había permitido tan plácida siesta y tan húmedo sueño. 

Mientras terminaba el recorrido, escuché un alarido y un sudor frío recorrió mi espinazo. 

¿Debía decir a mis hermanas qué encontré en el bosque? ¿Debía volver sola mañana? 

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