«…él respondió, por primera vez, con un beso agresivo y una mano resolutiva que se hundió en su monte…»
por BÓREAS SANFIEL
Despertó retorcida, con un potente dolor de cabeza que le impedía abrir los ojos, un sucio sabor amargo en la boca, el pelo revuelto y lleno de nudos. No sabía dónde estaba, pero tampoco estaba preocupada por eso, al menos de momento, todos sus esfuerzos concentrados en recuperar un mínimo de consciencia. Poco a poco, demasiado lentamente, con frotaciones de párpados y masajes de cuero cabelludo, pudo echar un vistazo alrededor, una simple mirada de menos de un segundo que le mostró vagamente colores y atmósferas conocidas; estaba en su habitación, nada de qué preocuparse.
Trató de ponerse en pie, pero las fuerzas no le daban para tanto, cayó pesadamente de nuevo sobre la cama, aunque consiguió mantener el cuerpo erguido. Las piernas estaban llenas de mugre de a saber qué, mejor no preguntárselo; la ducha era urgente y todo lo inminente que tardase en poder incorporarse. Las bragas estaban manchadas de maquillaje verde. ¿Verde? ¿Qué coño había pasado la noche anterior? Se echó a reír, ese había sido sin duda el sábado de carnaval más loco que había tenido, o eso creía, realmente no recordaba nada. “Un café. Necesito un café” le murmuró a su otro yo, el responsable, el que nunca perdía los nervios, el que siempre tenía claro qué hacer, cómo hacerlo y cuándo hacerlo (el mismo que la noche anterior se había quedado en casa, malhumorado, porque no veía con buenos ojos que ya hubiese salido predispuesta a cogerse un buen ciego).
El despertador digital que brillaba con colores, lo había sacado de una promoción de la marca de cacao del negrito del África tropical, mostraba las 15:08. “Levántate ya, hijaputa” se regaló a sí misma, forzándose a incorporarse. Sin doblarse demasiado, no fuera a perder de nuevo el equilibrio, aún no estaba muy fina, se quitó la ropa interior y se dirigió a la ducha. Abrió el agua fría para que el susto la terminase de despertar, pero no pudo soportarla más de un segundo y al grito de “su puta madre”, giró la llave hacia el color rojo y se apartó de chorro, tiritando, hasta que el vapor comenzó a ocultar el resto del baño con cristales traslúcidos. A tenor que el agua resbalaba por su espalda, con cada vez más frecuencia, flashes de la noche anterior le venían a la cabeza. No era una historia conexa, solo imágenes intermitentes de risas, tragos de alcohol, música impersonal e irreconocible, barullo, lo normal en una noche en la que todo el mundo se daba al desenfreno y la juerga loca. Era carnaval y, el que más y el que menos, se lanzaba a la calle a desmadrarse. Repentinamente, su cuerpo dio un respingo al percibir, solo un instante, algo inquietante, una mirada, una sombra, no sabía qué, pero sabía que era algo que la había incomodado. Se centró en frotarse bien las piernas para sacar toda la suciedad, no había ninguna herida, hubiese sido normal y hasta lógico, para apartar aquel recuerdo de su cabeza, o dejavú.
Frente al espejo, armada con un cepillo, se enfrentó a la titánica tarea de desenredar el pelo. Cabeza para un lado, tirones, más tirones, cabeza para el otro lado, tiron…, ¿qué era aquello? En el lado izquierdo del cuello, a media altura, tenía un morado de forma casi circular, grande como… ¡Un mordisco! ¡Alguien la había mordido! Pero ¿quién…? Su cerebro le respondió mostrándole en el espejo una mirada inquietante que la asustó, pero la atrajo de una forma curiosa y casi sexual. Reconoció entonces a la sombra que la había atemorizado en la ducha. Tenía que obligarse a recordar… el móvil la distrajo.
- Tía, ¿estás bien? – qué voz tan fresca tenía la cabrona.
- Sí, creo.
- ¿Dónde estás?
- En casa. ¿Dónde voy a estar?
- No sé, tía. Como ayer desapareciste…
- ¿Desaparecí? – aún no conseguía recordar sino unos pocos fotogramas.
- ¿Que no te acuerdas? El pavo aquel no me molaba nada.
- ¿Qué pavo?
La voz comenzó el relato de lo acontecido aquel sábado de carnaval.
Llevaban ya más de dos horas bebiendo sin parar, calle arriba, calle abajo, sin preocuparse de si lo que se echaban al gaznate era cerveza, wiski o cualquier otro licor; lo que fuese con tal de cogerse un buen pedo. En algún momento comenzó a sentirse incómoda al darse cuenta de que, fueran donde fueran, siempre estaba cerca suyo, no demasiado, aquel hombre vestido de negro que no le quitaba el ojo de encima. No tenía claro si estaba disfrazado, podría ser, eso o era excesivamente blanco, con unos ojos color miel intensos en la mirada, el pelo negro y densamente poblado que le caía a mechones por la cara, la postura altiva y tensa. Vamos, que era alguien que llamaba la atención por lo “diferente”. Cuando ya no pudo, o no quiso, aguantar más, se lo dijo a sus amigas y, como si empleasen una táctica militar, idearon un plan para escaparse de él, separándose en grupos de dos que tomarían caminos distintos, para encontrarse más tarde en un lugar previamente determinado. Ella fue la primera en irse, con el corazón latiéndole fuertemente, pendiente de si él la seguía o de si realmente todo había sido una paranoia, y solo había sido coincidencia que siempre estuviese rondándolas. Surtió efecto y le perdieron de vista.
Ella se sintió huérfana de la admiración que aquel extraño le había dedicado. Cierto era que se había asustado, al principio, pero no podía negar que había sentido atracción por él. Realmente nunca había sido agresivo con ella, no se había sentido intimidada físicamente, pero la intensidad de su mirada la había cautivado. Buscó y buscó alrededor suyo sin verle, escuchando a su grupo como intentaba tranquilizarla con la frase de “lo hemos despistado, no volverá” como si fuera un conjuro. Lo que no entendían es que ella quería que volviese, que la mirase, que le hablase, que la tocase. Llegó la bajona que ella achacó al hecho de haber perdido la oportunidad de tener algo interesante que contar de esos carnavales; como si los litros de alcohol que llevaba entre pecho y espalda no tuviesen nada que ver. La fiesta para ella había terminado. Sus amigas protestaron, intentaron convencerla dulcemente, se cabrearon, quisieron asustarla con lo que podría pasarle si se iba a casa sola, pero nada la hizo cambiar de opinión.
– Y no supimos más de ti, no enviaste un mensaje cuando llegaste a casa ni contestaste los nuestros. Estábamos preocupadas. Pero veo que llegaste bien.
– Sí, llegué bien y sin problemas. – mintió.
Al doblar una esquina pasó junto a una sombra de la que surgió una mano que la sujetó firmemente aunque sin violencia. Ella se volteó asustada, pero la tranquilidad volvió a su ser cuando descubrió los intensos ojos de color miel que la miraban fijamente medio camuflados entre mechones de pelo negro. Sin mediar palabra la guio por callejones cada vez menos concurridos hasta que alcanzaron uno lo suficientemente alejado como para que no pasase nadie, nadie les molestase. Con su atención puesta total y exclusivamente en ella, como si supiese fehacientemente que no les iban a molestar, la obligó dulcemente a apoyarse contra la pared. Ella se dejaba hacer sintiendo una atracción irresistible, con el corazón bombeando sangre a toda máquina, sangre que iba a para exclusivamente, caliente y lasciva, a su vulva. La besó enérgicamente, pero sin invadir su voluntad, parecía que sabía en todo momento con qué intensidad le gustaba a ella, llevándola al límite pero siempre sin sobrepasarlo. Sus manos fueron recorriendo sus pechos, su cintura, sus caderas, y se encaminó a la entrepierna, pero antes de que ella llegase a gritar “espera”, como si lo hubiese adivinado, se detuvo. Ella le preguntó su nombre, él respondió, por primera vez, con un beso agresivo y una mano resolutiva que se hundió en su monte de venus, tanto importaba que ella quisiese o no; ella tampoco protestó, y la leve resistencia que hubiese podido ofrecer se deshizo entre el placer que aquellos dedos le proporcionaron hurgando sus labios.
La obligó a darse la vuelta, le bajó las bragas y, sin que ella supiese exactamente cómo se había librado de los pantalones con una sola mano, la otra la sujetaba por el cuello, la penetró con un miembro que ella notó grande, dulce, caliente. Mientras empujaba, cada vez más adentro, cada vez más rápido, apoyó el pecho en su espalda, y así, como en un ballet, sin romper esa conexión de pieles, ambos se incorporaron. Fue entonces cuando le escuchó hablar por primera vez en un idioma del que ella no conseguí discernir ni una palabra, sonidos extraños pronunciados por una voz templada y varonil que consiguieron excitarla más. Él lo supo, sin que ella adivinase cómo, él conoció del deseo que la quemaba por dentro, y aumentó el ritmo hasta que la sació con su tibia humedad.
Después de eso ya no recordaba nada, ni cómo se había vestido, ni cómo había llegado a casa, si habían hablado después o se había marchado como había llegado, como un sueño dulce que deja un buen sabor de boca al despertarse. Lástima haber estado tan borracha, había perdido la oportunidad de pedirle cómo contactar con él; le hubiese apetecido repetir. Con los dedos dibujó el mordisco que le había dejado, suponía que había sido él, como marca de que había sido suya, de que la había disfrutado y la había hecho disfrutar. Se dirigió resolutiva a la cama de la que recogió el móvil. Abrió el grupo de whatsapp de las amigas y escribió.
– Putas, hay que montarla el lunes de carnaval.