«… porque lo único que importaba era sentir, disfrutar, vivir….»
por Bóreas Sanfiel
Nunca antes había visto aparearse dos gatos, y aunque ya sabía más o menos cómo era, mi madre siempre que tiene oportunidad dice aquello de «gratis ni la gata al gato, que sus buenos arañazos le cuesta», me sorprendió la violencia del acto. Sus maullidos llamaron mi atención, gritos desesperados del macho pidiendo cubrir a la hembra, de ella reclamándole a él un acto de valentía. Salí a la calle y los vi hechos un ovillo, dando zarpazos y mordiscos a diestro y siniestro mientras levantaban una nube de pelos. Me quedé observando cómo se enzarzaban en aquella lucha sin cuartel por perpetuar la especie y pensé que la naturaleza es caprichosa y cruel en ocasiones, obligando a soportar dolor para conseguir placer.
Miré sin recato, no sé si por curiosidad u otro sentimiento, y descubrí que no era el único observador. Allí estaba aquel chico joven y desgarbado que veía pasar cada noche con la mochila colgada del pecho, supongo que para guarecerlo del frescor de la noche de otoño, allí estábamos los dos como voyeristas del acto que se representaba delante de nosotros sin ningún pudor, crudo en su realismo, violento en su concepción, dos seres buscando placer en primera instancia, pero con el fin último de perpetuar la especie. Y fue el compartir con él aquella visión lo que encendió instinto más animal, el sexo. Durante unos minutos ninguno dijo nada, pero los dos estábamos más pendientes del otro que de los animales que seguían peleándose, buscábamos el momento, el motivo, el deseo en los ojos. Mi cuerpo templaba de frenesí, se encendía con la sola posibilidad de ser suyo, de sentirle, de permitir que aquel extraño dejase de serlo por unos minutos. Al final me acerqué y le hablé.
– Estarán así un buen rato.
– Nunca lo había visto.
– Yo tampoco.
– Da morbo, ¿verdad?
En ese momento supe lo que iba a pasar, sin arañazos ni mordiscos, sin gritos ni maullidos, pero que íbamos a acabar de la misma forma que los gatos que se peleaban delante de nosotros. Le invité a pasar y fueron las últimas palabras que salieron de nuestros labios que desde entonces sólo gimieron. Lo hicimos de pie, deprisa, con ganas, nos entregamos como sólo dos extraños lo pueden hacer, egoístamente, sin prejuicios, porque lo único que importaba era sentir, disfrutar, vivir.
Ha pasado un mes desde entonces, y nos vemos todas las noches para entregarnos sin ningún compromiso, seguimos siendo dos desconocidos que se regalan la piel y esconden el alma, como aquellos gatos, pero que viven un celo permanente, un ansia infinita de poseer, de someterse. No necesito conocerle ni darme a conocer, sólo necesito que me ronde cada noche, que maúlle bajo mi ventana, que convierta la oscuridad en un templo de placer.