«…Él comprendió que debía ceder…»
por TEODORO NDOMO
La noche de calor había hecho estragos en el ánimo y en el sueño.
Un malestar general que abotargó sus cuerpos y los sumió en un cansancio sepulcral sin más sonidos que el de la queja.
Ambos se sentaron sin mucho afán en la cocina. Uno esperó por el otro a ver quién se atrevía a hacer café. Cuando ella tomó las riendas, no sin protesta pero sin palabra, él abrió la nevera para compartir la tarea doméstica.
Entonces, como si de una revelación se tratase, elevó el brick de leche con euforia. Decidió retirar la cafeína por un día. Al menos por ese desayuno. Dos generosas cucharadas de cacao y a batir con mirada triunfal.
Ella mantuvo la cafetera con calor, pues para combatir el fuego, mejor más fuego. O al menos eso había decidido también para despejar su cerebro que estaba bastante espeso y con razón.
Parecía ridículo con la cucharilla dando vueltas al polvo de cacao en la leche. El clinck clinck metálico, confería un sonido de té de las cinco y con meñique en alto.
En ese momento, apretaba más el ansia de frescor que la estética de yonki enjuto, con la pelambrera sin atusar y desperdigada a sus anchas.
Ella le miró sonriendo pues tenía pinta de Rod Stewart en los 70 al salir del camerino con alguna fan desbocada.
Él le espetó con la mirada justo cuando fue a por el primer sorbo.
Ella respondió con una negación a media sonrisa.
La media barba tragó más que él. Trastabilló con la cucharilla que había dejado en la taza mientras bebía y provocó un riachuelo de leche en cacao desde su barbilla hasta sus muslos. Cuando notó el frescor, en vez de sentirse agradecido tras la noche tórrida, se levantó de un pequeño brinco y todavía generó otro cauce, ahora por su torso sin poder luchar con la gravedad.
Primero se echó mano a la boca para no lastimar su ego, pero fue parca en mantener a raya la mofa. Él se levantó con los brazos en jarra esperando una respuesta por vacilar de su torpeza. Y entonces ella lo calmó tomando una servilleta para secar el descalabro. Sin embargo, cuando miró el mapa en el que se había convertido su cuerpo, con varios canales y afluentes dirigiéndose hacia su entrepierna, lo miró socarronamente y le quitó la taza con aún la mitad del blanco elemento.
Él comprendió que debía ceder. De hecho, comenzó a notar que se estaban preparando sus músculos lisos para el envite. Esta vez derramó a conciencia el resto del cacao. Y comenzó a lamer.
Y el café hirvió.
Que rico un mañanero inesperado