«…Y procuré empotrarla sin mañana…»
por TEODORO NDOMO
El esperado almuerzo de Navidad con la empresa.
Ese puto almuerzo aburrido de cada año, se convirtió en mi Día de Reyes. “María es mi pastor, nada me pasará”, me insistía cada mañana en modo tántrico y se convirtió en mi ilusión de cada mañana de aquel invierno seco. La ilusión se alimenta y ella me puso migas en el camino a recorrer.
Una oficina pequeña, con espacios estrechos. Siempre cedemos el paso. Hasta este último mes. Cambió todo en aquel cruce.
Me asusté. No sé ser copiloto. María conducía y llegábamos tarde a un cliente. Nos entretuvimos demasiado en el café antes de salir. En el cruce vi como venía uno por la derecha con pocas intenciones de frenar. Mi reacción nerviosa de mal copiloto fue pisar con el pie derecho a la nada y al no recibir resistencia, me dio por presionar su muslo con mi mano izquierda. Ella lo entendió y lejos de oponer resistencia, aumentó la atención, la velocidad y gritó “¡qué hijoputa!”.
Faltó poco. Paramos en el arcén. Me disculpé por la reacción de mi palma izquierda y ella se disculpó por no haber estado más atenta. “Nadie me había salvado de un accidente metiéndome mano”. Reímos, pero olí la tensión en el brillo de sus ojos.
Desde ese episodio, en los espacios estrechos entre mesas de aquella inmobiliaria, no nos cedíamos el paso. Procurábamos sentirnos cerca. Roces inocentes al principio y luego intencionados sin mirarnos.
Y llegó el almuerzo navideño.
No nos habían preparado aún el menú, pero nos permitieron sentar a la mesa. María se incorporó y se apoyó en mi hombro. “Nos vamos fuera a esperar”. Me sorprendió la tranquilidad con la que informó a toda la mesa. “Te vigilo Gonzalo, que tú tienes pareja”, me dijo la jefa mientras veía como María me cogía de la mano. “Ni te preocupes Ángeles, somos muy tolerantes”, le contesté entre risa y sorpresa por la transparencia de los mensajes. Aún sigo sin acostumbrarme a esos juegos verbales.
Al salir, María sacó el mechero y justo cuando iba a usarlo, me atreví a plantearle: “¿vas a fumar antes de besarme?», a lo que respondió: «¿después me limpias el aliento?».
Sonreímos y sudé.
No mediamos palabra. Sólo miradas mientras fumaba.
Apuró el cigarrillo y me susurró:
– ¿Podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?
– Eso depende, en gran parte, del camino al que quieras llegar.
– No me importa mucho el sitio.
– Entonces soy tu chófer preferido.
Y entramos al salón del restaurante entre vítores y aplausos de cachondeo. Oculté mi sonrojo haciendo girar mi muñeca a modo saludo regio a la plebe. Ángeles me observó como nadie ha hecho nunca. Hay gente que te arranca la verdad a miradas y no puedes ni sabes qué decirles cuando asienten o lamentan en un gesto inequívoco. Esta vez no fue ni lo uno, ni lo otro.
A mi izquierda: mi Ángeles. A mí derecha: ¿mi María?.
Me giré hacia mi Pepito Grillo y me frenó en seco:
– Doy buenos consejos, pero rara vez los sigo.
Le sonreí. Y me giré hacia María. Ya estaba en modo postre. Había decidido empezar a comprobar si también yo reaccionaba cuando se le ponía la mano en el muslo.
– ¿Hay algún vehículo que venga por la derecha?, -le pregunté.
– Sí y quiero que me empotre bien, -me susurró al tiempo que me empalmé como un púber recién horneado.
Y bajamos a la sala de baile del cutre salón de comidas. Un semisótano con todos los tópicos de una cena navideña. Karaoke, bola discotequera, neón… y María resaltaba en la barra. Fue la primera en llegar a pedir.
– ¿Mojito?, -le dije.
– No tomes mucho Gonzalo. Lo justo. Después te quiero entero.
Cierto que el alcohol nunca fue un freno para mis ganas, ni para mis tiempos a la hora de follar, pero esta vez podía reprimir esas copas de más. Ese cuerpo lo merecía.
Y bailamos y cantamos. Incluso sé que fuimos comidilla de compañeros. Nada me importó. “María es mi pastor, nada me pasará”, me repetía.
Ángeles se había despedido hacía un buen rato.
Me atreví a preguntarle:
– ¿Crees que estoy loco?
– Creo que estás demente, pero te diré un secreto: las mejores personas lo están.
Y se fue sonriendo al espejo al que yo también miraba. Sin duda, Ángeles era mi Poppins. A veces la veía en mis sábanas. Mucha distancia de edad, poca de empatía y algo de atracción. Pero en el trabajo no se juega con la jefa.
La agarré de la cintura mientras sonaba Manolo.
– ¿Nos vamos?
A lo que contestó cantando:
“En los mapas me pierdo
Por sus hojas navego
Ahora sopla el viento
Cuando el mar quedó lejos, hace tiempo…”
Y salimos.
En el parking me dejó claro que cada uno en su coche.
– En la Primera Escalera.
Asentí. Y en aquella playa, comenzó un cuento vivo en el que se quemaban cada una de las páginas. Allí esperaba, junto al muro que delimita la arena del cemento para frenar el oleaje. Reconocí el olor de sus cigarrillos de vainilla.
No desperdicié palabras. Mi lengua recorrió la suya. Nos dimos el lubricante más natural que existe. Y procuré limpiar su aliento como me pidió antes del almuerzo.
Y mi mano recorrió sus caderas hasta encontrar camino en su falda hacia sus preciosas nalgas. Esas que pretendía empotrar como me insinuó hacía un par de horas.
Me empujó y separó para bajarme los pantalones. Se pasó la lengua por la mano y aseguró dejar bien firme la herramienta para tapar su ansia.
Y se apoyó en el muro.
Y lamentó agradecida el primer embiste.
Y procuré empotrarla sin mañana.
– Ni se te ocurra parar Gonzalo, por favor, -me gritó a media voz.
Y gritamos a oscuras mientras una ola nos amenazaba golpeando la escollera.
Y nos besamos hasta que la vainilla desapareció.
Y sí, fui un demente.
María se despidió y me quedé esperando al amanecer, fumando uno de sus cigarrillos.
Ya queda menos para el aburrido almuerzo del año que viene. Y esa ilusión no me la quita nadie.