«Te pediría permiso, pero después te pido disculpas»
Y cuando por fin los enanos durmieron, Blancanieves suspiró con alivio y se batió en retirada de un sofocante día veraniego. Salió fuera de la diminuta casa a buscar alivio junto al abrevadero. Cogió un pañuelo y lo inundó en la cristalina agua que proyectaba un reflejo lunar sublime.
Apretó el pañuelo para que cayera por su cuello el ansiado líquido. El calor apretaba este verano de manera inusual. Volvió a enjuagar el pañuelo y refrescó su cara. De nuevo recogió agua para pasarla por el cuello.
Decidió acercar una mecedora con la que encantaba a sus pequeños amigos al calor de un cuento maternal. Ya sentada dejó caer agua por su frente. Decidió aflojar las ataduras de la camisa y la empapó buscando que la ligera brisa hiciera su trabajo.
Gruñón tampoco dormía. Decidió asomarse a la ventana para despistar el insomnio. Con su particular impronta, resopló mirando el brillo majestuoso de la luna. Blancanieves lo oyó y sin girarse susurró: “baja Gruñón, vas a despertar al resto”. Nuevo bufido, aunque esta vez casi de asentimiento ante la voz de Blancanieves. Se descolgó ágil por la ventana y sin darse cuenta rajó levemente el pijama por el muslo. Cuando llegó junto a ella, se sentó en suelo, apoyando la espalda en el abrevadero. “¿Te cuesta dormir, verdad?”, casi ronroneó Blancanieves apoyando la suave mano sobre su gorro.
Cuando Gruñón fue a replicar, se dio cuenta del espectacular pecho que dibujaba la camisa mojada de su huésped. Ver semejante espectáculo y empalmar su miembro de manera inconsciente fue una reacción instantánea. “¿Pero Gruñón? ¡Mira cómo te has roto el pijama!” , chilló en voz baja tocando el desgarro.
Un frío ardiente recorrió su nuca. Palpó una masa muscular indecentemente abrupta y venosa. Lejos de retirada en acto reflejo, su mano quedó prendada en modo curioso y dejó a Gruñón expectante, que no sospechaba semejante episodio.
Blancanieves se llevó la mano libre a la boca. La otra, ocupada. Gruñón miraba atónito arriba y a su bajo. Ella susurró un fascinado: «madre del amor hermoso». Y claramente dijo: “Te pediría permiso, pero después te pido disculpas”.
Y se arrodilló. Y rompió más el pijama. Y le pasó el pañuelo por el miembro, no perdiendo su bis de limpiadora. Y limpió. Vaya si limpió.
Y cuando su boca decidió que era suficiente, se incorporó, le dio la espalda agarrando la silla y le plantó sus espléndidas nalgas en la nariz incrédula. Su reacción fue la de besar. Luego morder. Atrapó su cadera y dejó caer saliva en su valle oscuro. Sus labios recorrieron ambas cavidades ante el regocijo de su pálida amante furtiva e inesperada.
Se retiró y atacó. La primera embestida fue un goce pleno en su vagina acogedora. Despacio recorrió con su verga todo perímetro exterior primero para pasar a reconocer el habitáculo al completo. El ritmo subió y sus intenciones también. Gruñón introdujo un pulgar y luego el otro para acostumbrar al orificio estrecho. Y también lo exploró con su particular taladro. Vaya que si lo exploró.
Desde aquella noche Gruñón no volvió a ser el mismo ante Blancanieves. Ante el resto de sus hermanos sí.
A solas, Gruñón se convirtió en Peñón.