BIOGRAFÍA DE UN CATRE

«… Carlota era capaz de despertar con su sola presencia el deseo más dormido…»

BIOGRAFÍA DE UN CATRE, por Julio Marzo, Ed. Vulcano, La Novela Nocturna, publicación semanal, Año I, 24 de diciembre de 1931, Madrid, 50 céntimos de peseta. (Se ha transcrito exactamente como en el libro original, entre las páginas 1 y 11).

En la calle de la Sinagoga, de la imperial ciudad toledana, había un fabricante de muebles baratos que trabajaba día y noche para tener siempre cinco duros dispuestos a los caprichos de su señora. La dama, pulcramente encorsetada –esto era a principios de siglo–, consumía los sudores de su marido en alhajas de bisutería y pomadas para el cutis. Carlota era guapa, pero nada más. Así como la tienda de Gabriel estaba atestada de muebles, el cerebro de su cónyuge permanecía desalquilado de ideas. Sin embargo, el hombre estaba orgulloso con poder pasear por Zocodover colgado del brazo de la esposa. Y mientras los hombres, estratégicamente situados en la plaza, se relamían de gusto al contemplar aquel movimiento de caderas, el paciente marido, para no sofocarse, miraba a los balcones de las casas.

Frente al mueblista, en la misma calle de la Sinagoga, tenía instalado su taller un vidriero fontanero, gran amigo de Gabriel, que todas las noches pasaba a casa del matrimonio para jugar al tute un par de horas. Era el único esparcimiento de los dos honrados trabajadores, y también la única pesadilla de Carlota. Ella hubiera preferido pasear sola por el Miradero, colgando carteles de coquetería en los ojos de sus admiradores, pero el marido estaba perdidamente enamorado y no transigió nunca con ese gusto de la señora, aunque ella se lo pidió en los instantes más íntimos de la alcoba. Y la infeliz Carlota se veía obligada a cantar las cuarenta todas las noches, mientras sus pies bailaban bajo la mesa un charlestón impaciente.

En uno de aquellos movimientos de piernas, a la vez que le arrebataban de las manos unas veinte en copas «peladas», tropezó, sin querer. con la rodilla izquierda de Julián, el fontanero, y el hombre sintió una sacudida nerviosa a lo largo del cuerpo.

¿Qué es esto?-se preguntó inocente. No le gustaba hacerse ilusiones con las mujeres. pero en vista de la insistencia con que su rodilla fué golpeada. no dudó de la preferencia con que Carlota le distinguía. Y desde aquel día comenzó con insinuaciones más o menos delicadas. Al lado del marido, se notaba hermoso; despertaron sus timbres sensuales y todas las noches soñaba con la vecina carpintera, que era su ilusión reservada, excitando su sensual.

Toda conversación de Gabriel giraba alrededor del mueble que tuviera entre manos. No concebía más charla que la del trabajo. Una noche, durante la partida de tute, exclamó confidencialmente:

– ¡Estoy haciendo el mejor catre del mundo!

Vaya, muy bien, muy bien -repuso Julián a la vez que acostaba los ojos en el pecho opulento de Carlota.

– Mañana le termino. Ya le veréis.

Efectivamente, al otro día estampaba la fecha, con letras rojas, en una de las patas del mueble. Aquello era la partida de nacimiento: Toledo, 14 enero 1901. Y aprovechando la ausencia de sus operarios, estampó un sonoro beso en la armadura de pino.

– Mis muebles son como hijos. ¡ Benditos sean!

Gabriel Ruedo era el autor de los días del catre. Y el catre era feliz conociendo a su padre, placer que no todo el mundo puede disfrutar, porque hay multitud de hijos hechos en colaboración.

– Esa es mi obra. El mejor catre del mundo. ¡Toda mi ambición lograda! ¡¡Qué gusto da saber que hemos cumplido con nuestro deber!! Yo no me cambio ahora ni por el emperador del Japón.

A la vez que Gabriel vociferaba de ese modo ensalzando su producción, Carlota y Julián comían juntos una ración de anchoas en la posada de la Sangre. Ella aceptó la invitación del fontanero para escuchar de sus labios algunas frasecitas de amor, pegadas al diálogo con la masilla que otras veces sujetaba cristales.

La posadera atisbaba detrás de una puerta todos los movimientos de la pareja. Los dos eran de sobra conocidos en la ciudad, y a las «comadres les gusta mucho llevar una estadística de adulterios. Claro que la señora del carpintero sabía mejor guardar las formas morales que las físicas: por eso, aunque dejaba clarear a través de la blusa el piquillo rosado de sus senos, no consentía que Julián menguara la distancia de sesenta centímetros previamente medida antes de sentarse. Y la posadera se quedó con las ganas de escuchar un beso explosivo o de presenciar una caricia electrizante.

Como todas las noches, Julián fué a casa de sus vecinos; al verle entrar, Gabriel le cogió de un brazo y le condujo al almacén.

– Mira mi catre; ya está terminado.

– Es magnífico.

– ¿Te gusta, verdad?

– Es una obra de arte.

– Aquí podría celebrar sus bodas el más exigente príncipe indio.

Más tarde, el autor del mueble dijo a su amigo.

– Esta noche tenemos que retrasar la partida

– ¿Cómo es eso?

– No tengo más remedio que salir un momento para notificar a unos compañeros el fin de mi trabajo.

– Yo voy contigo.

– Es mejor que te quedes en casa, Lino. Carlota se aburre sola y me la encuentro acostada cuando vuelvo.

– Bueno, como tú quieras.

– El caso es que no se acueste, ¿sabes?

– Entendido.

Y el hombre salió corriendo por las calles históricas y silenciosas de Toledo, lo mismo que hiciera Alfonso VI unos siglos antes, aunque por diferente motivo.

– Carlota, estás triste.

– No lo creas.

– Hasta parece que has llorado.

– ¡Qué tonto eres! – y extendía su vanidad de mujer hermosa como la cola de un pavo real. El joven Julián arrastraba pesadamente su fogosa imaginación, donde se agolpaban las más escabrosas escenas de amor, porque Carlota era capaz de despertar con su sola presencia el deseo más dormido.

Luego de un elogio desmedido hacia los ojos envenenadores de la mujer, Julián aprovechó una sonrisa para formular su pretensión:

– ¿Por qué no me enseñas el catre que ha terminado tu marido?

– Me da miedo bajar al almacén de noche.

– ¡Mujer, yendo yo a tu lado!

– Es verdad.

Y echaron a andar pasillo adelante, en busca de la escalerilla de caracol que, casi verticalmente, les introduciría a diez metros bajo el nivel del suelo.

-Apóyate en mi brazo -objetó el fontanero.

-Si nos escurrimos por aquí, morimos sin remedio.

Y fiada en la fortaleza del amigo, descansó sobre su brazo los dos meloncillos pendientes de la tabla torácica. A varios resbalones dados en los peldaños, correspondieron otros tantos tropiezos de sus cuerpos Ya en el último tramo, Carlota, despreciando todo prejuicio, se colgó del cuello de su solícito acompañante. La respiración de ella palpitaba en sus oídos y elevaba la temperatura de todos sus apéndices.

– ¡Carlotita! ¿Dónde está el catre ?

– Espera, hombre.

-No puedo más, elefantito de mis sueños.

Realmente, la esposa de Gabriel tenía gran semejanza con el paquidermo, dada la amplitud de sus redondeces.

– Por Dios Carlota, dame un besos; aunque sea en la coronilla!

– Calla, deslenguado.

– ¡Con que deslenguado! Yo te podría demostrar que no lo soy. Tu eres la mujer de Gabriel, v para hacerte ver que no soy deslenguado, tendría que pasar por el horrible tormento de recordar cuanto es de mi amigo ¡Y eso no. Carlota de mi vida!

– Bueno, ¿y qué quieres decir con todo eso?

– ¿No me has entendido?

– Ni una palabra.

La mujer exigía con los ojos una explicación, y Julián, con las mejillas ardiendo y la lengua seca como una pasa, preguntaba:

– ¿Dónde está el catre? Te juro que no puedo más.

– Ahí le tienes.

– ¡Anda, pero si es de tijera!

– Como todos los catres.

– Yo creí que había hecho algo nuevo.

– Tú sabes renovar las cosas consagradas por el uso?

No se volvió a oír una palabra. Las ratas de la cueva asomaban sus orejitas tiesas desde los rincones y guardaban silencio como el público de un estreno teatral. Al fin y al cabo, era la primera representación del catre.

En la puerta de la calle sonó el repique de una mano impaciente. Julián se acordó de la frase de Gabriel:

– “Sobre todo, que no se acueste”.

Y a viva fuerza levantó a Carlota del lecho.

– Han llamado.

– Será mi dueño.

Rápidamente subieron el caracolillo de la escalera. Y mientras Julián encaminó sus pasos a la puerta de la tienda, Carlota extendió sobre la camilla las cuarenta cartas de la baraja, simulando resolver un complicado solitario.

El marido no venía solo; le acompañaba un honrado portero que había oído en el café su conversación y solicitó la venta del catre para su hija mayor, recientemente ingresada en la pubertad.

Junto con el comprador, Gabriel descendió al almacén para presentar al señor Paco su maravillosa obra, elogiada pomposamente durante todo el camino.

– Por cincuenta pesetas es suyo.

– No doy más que cuarenta y cinco.

– Partamos la diferencia. Cuarenta y siete cincuenta.

– Hecho.

El portero procedió a reconocer la contextura del mueble.

– Parece que está caliente la tela metálica.

Y Gabriel, un poco distraído, respondió:

– ¡Como que está recién hecho!

Ruido de pesetas; sonrisas de agradecimiento, y el señor Paco cruzó la calle de la Sinagoga con el catre cargado a la espalda.

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