BAJO LA DUCHA

«… como si fuésemos solo uno, en un mismo vaivén, en un mismo canto de etéreos gemidos …»

por JENS HERSHALL, Twitter: @jenshershall

Era una tarde muy calurosa, y bajo la ducha trataba de aliviar el sofocante ardor impregnado en mi piel. Te sentí cruzar la puerta entre el sonido del agua cayendo, y  distinguí tu silueta a través de la cortina. Vi, con el cierto nerviosismo que inició desde las  primeras miradas furtivas, cómplices, transgresoras, como poco a poco te fuiste  despojando de tus ropas, no podían ser otros los movimientos que percibía desde mi lado.  Un escalofrío recorrió mi cuerpo tras comprender que era imposible que no hubieras  notado la presencia de alguien y el inconfundible sonido del agua cayendo a cataratas, o  más aún, que lo supieras perfectamente. 

Con gráciles ademanes, como si fuese lo más normal del mundo, irrumpiste sobre el  plato, totalmente desnuda, y no pude disimular mi gran sorpresa. No pude decir ni una  palabra, tu voluntad se impuso sobrecogedora e incontestable. Todo a lo que, casi de  manera inconsciente, puede atinar fue a observarte de abajo hacia arriba, desde tus pies  hasta tu cabellera, y aceptar y agradecer tu presencia, que nunca hubiese imaginado en  ese espacio. 

Mientras el agua caía sobre nosotros, nuestros cuerpos inevitablemente se rozaron, se  volvieron a rozar, y la atmósfera se hizo de repente mucho más caliente. Mis manos  acariciaron suavemente tu pelo empapado, tu rostro, tu cuello, tus hombros, el perímetro de tu torso, tus pechos. Tus manos se deslizaron por mi espalda, por mi pecho, por mi  abdomen. Necesitábamos estar cerca, mucho más cerca, sentirnos como nunca antes. 

El agua seguía cayendo, ya muy lejos, casi imperceptible, y nos tomamos de las manos,  apreciando cabalmente nuestra desnudez y nuestra descubierta excitación manifiesta, que  aquella vez, por fin, no había necesidad de penosamente ocultar y quedarse pensando en  la vergüenza de sentirse así hacia la última persona por la que podría sentirse de esa  manera. Te tomé en mis brazos, solo pensando en la tú de ese momento y no la de  cualquier otro, y me atreví a acariciar tus seductores contornos. 

Solo bastó una mirada para, sin que importara nada más, besarte como nunca antes;  besos que expresaban el cariño entre nosotros, y no solo el cariño comprensible y formal,  sino ese otro cariño, el más intenso, el que yace inmenso tras la palabra deseo. Noté el  calor de tu piel —aun bajo la ducha—mientras te llenaba de besos, intentando abarcar  cada rincón de tu boca, devorándote con el apetito de un hambriento ante un  pantagruélico banquete. Sentada en el muro del cubículo que era nuestro universo, engullí  tus muslos, me deleité con el exquisito sabor de tu sexo ofrecido. Porque con cada  escondite descubierto de tu cuerpo te hacías más mía, y me entregaba a ti. 

Al calor de la roca viva me adentré en tu interior, lentamente, permitiéndome deleitarme centímetro a centímetro, hasta quedar completamente dentro, como si fuese  parte de ti, como si fuésemos solo uno, en un mismo vaivén, en un mismo canto de  etéreos gemidos. 

De pie, unidos como nunca, nos dimos placer, sin prisas, sin ansiar demasiado el antes  impensado clímax, sin buscar tanto el placer propio como el ajeno, como recompensa a  tanto tiempo de secretos y pasiones reprimidas que no pudieron retenerse más, con la  fuerza de las embestidas recibidas con una pasión insospechada, con la melodía de tu voz  arengando la coreografía de nuestra lujuria.

Tras unos extasiantes minutos que bien pudieron haber sido días, meses, años, nuestros  ojos volvieron a encontrarse, y no pudieron dejar de mirarse mientras se deshacían  nuestras voluntades en rítmicos espasmos; mientras los dedos de tus pies se encogían y te  colgaste firmemente de mi cuello mientras temblabas; mientras emanaban de mí, en  abundante torrente, todos los deseos contenidos que jamás pude confesar, y que  finalmente, vi realizados, sin temor, sin reparar en lo “ilícito” o “prohibido” de nuestro  acto. 

Por primera vez descubrimos el amor real, ese que no llegamos a sentir con nadie más,  ese que va mucho más allá de nuestro corriente amor fraternal, y fue el inicio de algo  hermoso, de liberar emociones que durante mucho tiempo mantuvimos encarceladas, tal  vez por miedo, tal vez por pena, y que por fin nos hacían entender que lo importante es  sentir sin ataduras, amar sin condicionamientos. Desde entonces, cada vez que miro tus  ojos, que son tan iguales a los míos, percibo la gran felicidad de haber obedecido a  nuestros anhelos más ocultos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

¿Eres mayor de edad? Este sitio web es para mayores de 18 años. Cada cosa a su tiempo.