«…Encontró lo que buscaba, arrancó con tanta fuerza las bragas que se rompieron…»
por BÓREAS SANFIEL
Ingrid dibujó una línea perfecta sobre el ojo con el eyeliner mientras su boca se estiraba dibujando una mueca que, más que ayudarla a tensar la piel, hacía que pareciese una caricatura del pájaro loco silbando. Sin embargo, su mente no estaba centrada en el dibujo que su mano realizaba en el párpado, volvía una y otra vez a la cara, la voz y los gestos de Matteo que, a pesar de su nombre tan italiano, tan sonoro, tan sexy, era de Albacete, que no tenía muy claro dónde estaba, pero que se le antojaba pueblerino y aburrido. Hacía solo tres meses que había llegado a la ciudad contratada por la empresa de publicidad para la que ambos trabajaban, y en ese breve espacio de tiempo se habían acostado tres o cuatro veces. Los españoles eran raros para el sexo. Parecían estar obsesionados con ello, todo el día con el tema en la boca, como si no hubiese otra cosa en el mundo, y cuando intimabas con ellos, en seguida se creían que había algo más; a él ya había tenido que pararle los pies en una ocasión porque se había enterado de que iba diciendo que estaban saliendo. ¡Qué ridiculez! ¿Por haber follado?
Aprobó con un gesto afirmativo de cabeza y un rictus de sonriente satisfacción las rayas negras sobre sus ojos que le daban un aspecto un tanto gatuno. Fijándose en el total de su aspecto, reparó en que el vestido tenía mucho escote. No es que a ella le importase enseñar las tetas un poco más de lo prudente – ¿prudente para quién? -, pero no tenía ganas de tener que huir del italiano de Albacete esa noche. Era la cena de empresa de Navidad, era el momento de divertirse con sus compañeros de trabajo fuera de la oficina, de conocer y darse a conocer y, quién sabe, quizás encontrar con quién pasar la noche, noche que no iba a dejar que él le arruinase. Decidió no cambiarse, y si tocaba plantarle la mosca – ¡qué expresión tan curiosa! -, pues se hacía y punto.
Su llegada al restaurante fue triunfal, todos ellos, y algunas de ellas, voltearon la cabeza para mirarla cuando atravesó en umbral, los hombres con admiración, pudo descubrir incluso algún atisbo de deseo, las chicas con envidia o celos, la mayor parte de ellas; era una mujer de bandera, la clásica nórdica, pelo rubio lacio, ojos azules, piel clara, alta. Matteo apareció de detrás de la multitud y se le acercó presurosamente con la intención, o eso le pareció a Ingrid, de darle un beso que, naturalmente, ella esquivó ladeando la cabeza y mostrándole su mejilla, que era la piel más cercana a su boca que los labios de él esa noche iban a rozar. Pasaron al comedor.
Consiguió engañarle, mientras él corría hacia un lado de la mesa, y se sentaba bloqueando con su cuerpo la silla de al lado, para ella, era de suponer, Ingrid se dirigió rauda al otro lado, buscó un sitio libre entre dos que ya estuviesen ocupados y colgó su bolso del respaldo. Aún así, estaba demasiado cerca de Matteo.
– Te he guardado un sitio aquí. – le dijo en voz tan alta que faltó menos de un cuarto de decibelio para que fuese un grito.
– ¡Qué mono! – la mueca “cuqui” fue excesiva. – Pero ya estoy aquí sentada. Tampoco estamos tan lejos. – y volteó la cabeza hacia el hombre, ese sí que era mono, que tenía justo al lado contrario de donde él estaba, como muestra de que le iba a ignorar toda la noche.
Se llamaba Jaime, era del equipo de contabilidad, y tenía unos ojos verdes increíbles, era todo lo que sabía. El resto lo fue descubriendo durante la cena en la que no paró de parlotear con él; en algún momento la charla se convirtió en flirteo, por parte de los dos. Era de “Graná”, y se rieron bien a gusto cuando le preguntó qué era eso. A veces le costaba entender su acento, también había mucho ruido ambiental de conversaciones, por lo que a menudo tuvo que acercarse a él para poder escuchar con detalle lo que le contaba; perderse tres o cuatro fonemas suponía no entender la frase completa. Los platos se sucedieron sin que Ingrid les hiciese demasiado caso, estaba más pendiente del de “Graná” que la estaba divirtiendo de lo lindo; quizás se lo tirase, si no acababa demasiado cansada. Alguna vez que otra miró a hurtadillas hacia Matteo, y casi sintió pena por lo mustio que lucía; nadie le hacía caso excepto el chico que tenía sentado enfrente… ¿cómo se llamaba? El de marketing… Ya se acordaría. En cuanto percibió, más que vio, que los ojos del pseudo italiano la buscaban, retornó a los ojos verdes del otro lado de la mesa.
El postre sí la llamó la atención. Eran sabores que le parecían exóticos, cada cucharada de aquel bizcocho resultaba un verdadero placer en sí misma. Dejó de atender al de contabilidad, él también se centró en el dulce, y se dedicó por completo a deleitarse con la explosión caribeña que la trasportaba a lugares en los que nunca había estado, que siempre había querido conocer y que ahora no entendía por qué no había visitado aún. Al mismo tiempo que su boca viajaba por el mundo, su entrepierna entró en calor, una tibieza tímida al principio, pero que fue ganando grados e intensidad hasta que estuvo cerca de convertirse en volcán. Gimió. Al instante se ruborizó porque sintió otro gemido, el de Jaime, y pensó que la estaba haciendo burla, pero no era así; él estaba disfrutando tanto como ella del postre. Miró alrededor, todos estaban callados, todos saboreaban el dulce, todos con cara de placer, una mujer del fondo se frotaba el pecho al tiempo que deglutía. Y mientras observaba toda aquella escena, inconscientemente, en un acto reflejo, introdujo la cucharita cargada de manjar de nuevo en su boca, y otra vez volvió a su mundo, y la entrepierna le crepitó. Necesitaba aliviarse, tocarse, meterse los dedos, acariciar el clítoris, correrse.
– Voy al baño un instante. – le dijo a los ojos verdes que se fijaron en ella.
Aún el muelle no había terminado de cerrar la puerta tras de ella cuando sintió que se habría violentamente de nuevo. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que era Jaime cuando ya lo tenía sobre ella, empujándola contra la meseta que sujetaba los lavabos, besándola apasionadamente con la lengua casi violando su boca y su mano rebuscando bajo su falda el tesoro que un diminuto tanga escondía y que él tanto ansiaba. Encontró lo que buscaba, arrancó con tanta fuerza las bragas que se rompieron y con sus dedos dibujó la anatomía de la vulva, los labios, sus orificios, con tanto acierto que ella se humedeció inmediatamente. Se separó de ella el tiempo justo para bajarse los pantalones y el interior, la alzó hasta medio sentarla en el poyete, y la penetró rotundamente, con ganas, con pasión. Ella se abrió para recibirle sin mostrar ninguna resistencia, necesitaba que alguien la saciase, ella misma, él, quien fuera. La puerta volvió a abrirse, pero tan excitada estaba que ni se preocupó en mirar quién era, solo quería que la follasen hasta correrse como nunca lo había hecho. Jaime sí miró, y se encontró con otro compañero de contabilidad que se masturbaba contemplando la escena. Se apartó de ella, la ayudó a bajarse del mármol, le dio la vuelta y la obligó a doblarse por la cintura, suave pero enérgicamente, acercando la boca de Ingrid al miembro que el otro hombre había dejado de frotarse pero sujetaba por la base ofreciéndoselo a aquellos sugerentes labios. Ella se dedicó a la tarea que se le había encomendado y chupó, lamió y degustó la verga del extraño al que aún no había mirado a la cara, sintiendo al mismo tiempo cómo el de “Graná” la penetraba desde atrás. Él se corrió inundándola, pero ella quería más. Dejó de chupar, se dio la vuelta, y ofreció su trasero en pompa para que el otro de contabilidad terminase la faena, al tiempo que ella besaba a Jaime; no tardaron mucho en correrse los dos, ella como pocas veces antes en su vida.
Cuando recuperaron el aliento y recompusieron la ropa, se encaminaron a la puerta para volver al salón, estaba siendo una magnífica cena de empresa. Sin embargo, la escena que se encontraron no era la que hubiesen podido esperar. Sus compañeros, todos ellos, estaban medio desnudos, todos follaban con todos, en una enorme orgía sobre manteles blancos y restos de comida, una bacanal como no se había visto desde la Roma Imperial. Hasta el director había perdido su seriedad y prepotencia habitual y penetraba con los ojos en blanco a una de las secretarias que, gimiendo como una posesa, se frotaba restos del postre por los pechos y después se los llevaba a la boca. Y allí estaba Matteo, completamente desnudo, tumbado sobre el pecho mientras el de marketing le penetraba. Raúl, se llamaba Raúl.