«…le levantó la falda y, apartando las bragas que no tenían ya más función que la de molestar…»
por BÓREAS SANFIEL
Desde niña había encontrado un gran placer en hundir sus manos en masas de harinas, ya fueran para hacer pan o para bollería; cuándo eso se convirtió en algo sexual, Marta no lo tenía claro. Sí sabía seguro que fue por el sabor dulce, le encantaba pasar la lengua entre sus dedos pringados, por lo que desechó la panadería. Entre chocolates y jaleas, levaduras y licores, se hizo mujer, con amplias caderas y pecho generoso, con lujuria y atracción por doquier, liberada sexualmente, entregada sus amantes y a su pasión, la repostería. Encontró su vocación en volver dulce la vida de los demás.
Por esas casualidades que tiene la vida, a veces son causalidades, terminó encargada de los postres de “La Hacienda”, un restaurante fino y caro, sede de yupis y ejecutivos, desde luego no al alcance de cualquiera; sus precios desorbitados ahuyentaban al ciudadano de pie, más como estrategia comercial. Tras un periodo de formación del equipo consiguió una libertad horaria que le permitía trabajar cuando quería, la mayor parte de las veces con la cocina cerrada, en soledad, dejando que oleadas de deseo erótico recorrieran su cuerpo al tiempo que preparaba bases, rellenos y coberturas, merengues y cremas, sabores que pasaban de sus manos a su boca, mostrándole que había conseguido su objetivo de encontrar el sabor y la textura cuando el río del placer corría por el interior de sus muslos.
Para el siguiente sábado había una reserva de doce personas, una cena de navidad de unos ejecutivos de una empresa de publicidad, o algo así; tampoco es que a Marta le importase mucho quién iba a endulzarse con sus elaboraciones. Lo que no era frecuente, cosa que había sucedido en esa ocasión, es que no fueran sobre carta y se hubiesen decidido por un menú cerrado. Como postre había sido seleccionada su tarta de coco con relleno de maracuyá y cobertura de chocolate amargo con lima. Sin duda era una de sus especialidades, pero no era exactamente navideña, por eso la selección le había resultado, si no errónea, extraña. No era su decisión, ni siquiera la de Jaime, jefe de cocina, cuarentón atractivo, así que no había mucho que discutir; los deseos de los comensales eran como órdenes de dios, inapelables. Así que, cuando aún faltaban un par de días para la celebración, se encerró en la cocina, a solas, dispuesta a trabajar y disfrutar con ello.
El horno a la temperatura perfecta para cocer, elaboraciones casi terminadas y listas para incorporarse al resultado final, la mesa de trabajo enharinada…, sintió cómo el deseo volvía a invadir su cerebro y su entrepierna. Inconscientemente, mientras observaba la cocina llena de cachivaches usados, se aflojó un botón de la bata descubriendo, quizás más de la cuenta, su sujetador. Una mano se introdujo en el escote frotándose el pecho, el pezón reaccionó al contacto, mientras la otra acariciaba el vientre en círculos, cada vez más amplios y más hacia abajo, acercándose poco a poco a la zona del vello púbico. Fue un poco todo, el sonido del electrodoméstico profesional, la luz amarillenta que desnudaba su interior y mostraba el crecimiento del bizcocho que horneaba, la calidez que llegaba hasta su cuerpo, se apoyó en la mesa de trabajo y dejó que sus dedos llegaran hasta la vulva. Le molestaba la falda, no le permitía recrearse en sus labios vaginales; se la remangó, introdujo la mano en el interior de las bragas y dibujó su anatomía femenina liberada de cualquier prejuicio, al tiempo que alternaba las caricias del pecho con ligeros pellizcos al pezón.
– Buenas noches, Marta.
– ¡Jaime! No te he oído llegar. – retiró sus manos volviéndose hacia la puerta, con el cuerpo descompuesto mientras se componía la ropa; esperaba que él no se hubiese dado cuenta de lo que había estado sucediendo instantes antes de que hubiese llegado.
Se había dado cuenta, la bata de trabajo fuera de sitio, su cara de pánico, sus mejillas sonrojadas, el deseo que aún no había desaparecido de sus ojos.
– He venido a recoger… No sabía que estabas aquí. – dudó si darse media vuelta y dejarla con su intimidad, pero la curiosidad le llamaba, lo que veía reflejado en las pupilas de ella le contagió, el deseo también le incendió por dentro.
– Yo estaba…
– ¿Preparando la tarta del grupo? Déjame probar lo que tienes hecho.
Se aproximó resolutivo y hundió una cuchara en el relleno de maracuyá al tiempo que se acercaba a ella invadiendo su espacio personal; el mejor puré que había probado en toda su carrera. Sonrió pícaramente. Sintió que ella se sentía estremecía con su proximidad. Bien, jugaría a ese juego. Fue recorriendo la meseta observado todas las preparaciones, probando esto y aquello, siempre buscando acercarse a la cocinera, forzar el contacto casual, agarrándola por la cintura gentilmente para desplazarla de un lado a otro de la mesa de trabajo.
Marta se deshacía toda vez que su jefe se acercaba a ella, a cada contacto de su mano tibia sobre su cintura, deslizándose hacia su cadera, se incendiaba por dentro con la caricia de su voz, su mirada provocadora, los labios que más que hablar la besaban, y sin poder remediarlo se iba abandonando a su instinto animal y claudicaba peligrosa e irremediablemente ante él. Y no pudo más, en un momento en el que él se le acercó por detrás, sin ser del todo consciente, arrimó su trasero hacia los genitales del hombre y se frotó ligeramente. Jaime reaccionó haciendo que sus manos, que se alargaban a recoger un bol, variaran su trayectoria y fueran directas hacia los pechos de la repostera. Los acarició suavemente por encima de la ropa analizando la reacción de la mujer. El efecto conseguido fue que ella empujara su cadera hacia atrás, acercándose más a su entrepierna, y se frotara cada vez menos sutilmente, con energía in crescendo, descargando todo su deseo en el miembro del hombre que había despertado y pujaba por alcanzar su plenitud.
El cocinero liberó el busto de la mujer de la prisión de la ropa y lo aferró con ambas manos, empujó su cadera contra la de ella, subiendo y bajando, bombeando sangre, con la necesidad imperiosa de hacer suyo el cuerpo femenino del que empezaban a brotar descontroladamente gemidos de placer. El buen amante de su interior le decía que no se apurara, pero le resultaba imposible controlarse. No puedo más, se quitó los pantalones y los calzoncillos con un gesto rápido, le levantó la falda y, apartando las bragas que no tenían ya más función que la de molestar, la penetró enérgicamente. Ella soltó un grito con placer y dolor, más de lo primero que de lo segundo, y apoyó su pecho contra la meseta facilitándole con la postura la misión del hombre detrás de ella que empujaba, y empujaba, cada vez con más fuerza, cada vez con una cadencia mayor. Sus pechos se tornaron blancos con la harina, buscó instintivamente algo dulce que llevarse a la boca. Apenas el chocolate del bol más cercano rozó la punta de su lengua, explotó, al mismo tiempo que él. Humedad y placer inundaron su entrepierna y gritó, liberada, extasiada. Esta sería, sin duda, la mejor tarta que hubiese hecho hasta ese momento.
…(continuará).