ALERGIA TORPE

«…Debería quitármela…»

por TEODORO NDOMO (por George)

De nuevo mirando el cárter. Otra vez a vaciar, limpiar el cárter y preparar la bomba para recibir el dorado lubricante que debe irrigar todo el circuito.

La gente ignora la importancia de una buena irrigación del auto y, en general, de cualquier elemento mecánico.

Semana de oferta significa semana de hastío. Semana de volver a casa lo suficientemente sucio como para crear un perímetro social que reconozco, a veces, agradezco.

No me gusta bañarme en el trabajo. Especialmente porque las duchas parecen salas de tortura, incluso para los hongos que pudieran llegarme a los pies.

El jabón que se ofrece para amortiguar la negrura laboral hizo que mi alergia al sílice fuera en aumento. Los guantes son un estorbo, así que en casa preparo el baño perfecto para volver a ver mi piel.

Kate paseaba, como cada tarde a las 17:43, con su falda tubo a media rodilla, sus botas Chelsea y su maravillosa blusa blanca que dejaba traslucir que Victoria Secrets se creó para ella. Sus preciosos ojos grises se escondían tras unas gafas de pasta ochentoide, apoyadas en una elegante y firme nariz como dintel de unos carnosos labios vestidos de Rouge Hermès. 

No, no me gusta mucho. Sólo la adoro.  

Apenas un «hola Kate» exhala mi torpe arte de seducción. Quizá consciente de mi invisibilidad para con ella, nunca me atrevo a poco más que ese insulso saludo.

Ella, educada y cortés, siempre me guiña un ojo y devuelve un «¿qué tal?». Para mí, eso es lo más cercano a una declaración de intenciones para retozar en su lecho. Pero luego me despierta una gota de aceite inmisericorde y burlona sobre mi frente que me hace despertar del sueño.

Hasta aquel día.

¡Qué losa insoportable es la presunción y los arquetipos que grapamos en la sesera!

Terminado el último vehículo, me dirigí a limpiar lo mejor que puedo las manos y cara con el insípido jabón neutro de la estancia previa a los baños.

Un taconeo reconocible a kilómetros de distancia me pusieron en guardia. Levanté la vista y apareció la luz.

– Hola Kate.

– ¿Qué tal George? -y sonrió como solo ella es capaz de sonreír, iluminando la lúgubre estancia.

– Pues aquí, retirando las miserias del día.

– Vaya, sabes decir algo más que «hola».

Apenas un palmo de narices nos separaban. Ante esa respuesta, me giré sorprendido y rocé su blusa inmaculada.

Mi cerebro estaba a punto de estallar y mi vergüenza sublimó en coloretes ardientes de Heidi. Había rozado uno de aquellos senos turgentes, pero también había dejado una huella que, a buen seguro, quedaría indeleble a cualquier lejía que intentara usar.

– Ajá, -respondió Kate-, pues creo que ya no la puedo usar más. Debería quitármela. 

Y mi ridícula cara tornó en perplejidad.

– George, quizá tú baño esté algo inapropiado para ello, quizá el mío… 

No la dejé hablar. 

Un inesperado arrebato, catapultó mi cuerpo a terminar de ensuciar el resto de su damnificada blusa.

Abrí la puerta de su baño y ella acompañó el baile apretando con firmeza mi famélico y hasta hacía unos segundos, tímido trasero.

A la mañana siguiente, pedí volver a limpiar los cárter.

– Hola George.

– ¿Qué tal Kate?, -intercambiamos el guión tradicional.

– Muy bien George, muy bien.

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